Huella que duele. Dentro del jardín todo es magia. Pero en su fachada, las huellas de las balas plasman el salvajismo de una sociedad que despedaza la fragilidad de la infancia.
Tan sólo un muro protege a inocentes chiquitos de los tiroteos que suelen desatarse en las calles de Nueva Pompeya. Ésa es la realidad del Jardín de los Sin Techo de este barrio.
Huella que duele. Dentro del jardín todo es magia. Pero en su fachada, las huellas de las balas plasman el salvajismo de una sociedad que despedaza la fragilidad de la infancia.
Los primeros recuerdos de una persona quizás no sean los más nítidos, pero seguramente son los más puros. Tienen que ver con un mundo ideal, lleno de sueños, inocente y dulce.
Sin embargo, muchos niños de nuestra ciudad no podrán decir lo mismo en unos años. Incluso algunos tal vez no logren superar la brutal huella que la violencia imprimirá en sus vidas.
Circundado por este panorama funciona el Jardín de Los Sin Techo, ubicado casi en la esquina de Matheu y San Juan. Allí asisten 22 pequeños que aprenden y reciben desayuno, almuerzo y merienda.
Nilda Báez es una de las maestras que dirige la salita integrada de 4 y 5 años, y cuenta que si bien los niños que van al jardín provienen de familias carecientes, sus padres se esfuerzan en llevarlos todos los días con el fin de que den los primeros pasitos en su educación.
Esto de no perder de vista el futuro de sus hijos es mucho más loable teniendo en cuenta que Nueva Pompeya es un barrio muy inseguro en el cual los tiroteos entre bandas forman parte de la vida cotidiana de los vecinos.
“Compartimos las balas todos los días. Sin embargo, tratamos de que acá los chiquitos se sientan príncipes y princesas, que se sientan contenidos y a salvo de la violencia que se desata en las calles”, explica.
“Los tiroteos ocurren a toda hora. A veces cuando estamos jugando en el patio vemos pasar gente armada o directamente escuchamos los tiros afuera. Entonces nos encerramos y tratamos de desviar la atención de los chicos contándoles un cuento o jugando”, agrega Nilda.
Sobre cómo se enfrentan estas situaciones, la maestra cuenta que lo único que pueden hacer es rezar para que no ocurra una tragedia, pero que “los chicos entienden mejor que los adultos lo que pasa, porque conviven a diario con esa realidad”.
Dentro del jardín sigue la magia, los cuentos, las risas y los juegos. Afuera la historia es otra, la del mundo que creamos los adultos, un mundo en el que los más inocentes se ven forzados a crecer en medio de las balas.