Opinión: OPIN-02

Opinión


A treinta años de un Nobel ejemplar

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LUIS FEDERICO LELOIR. Premio Nobel de Química 1970.

Hace 30 años, exactamente a las 10.45 del martes 27 de octubre de 1970, la Academia Sueca anunciaba desde Estocolmo el Premio Nobel de Química, otorgado al argentino Luis Federico Leloir por su descubrimiento de la uridina difosfato glucosa.

El hallazgo de esta sustancia orgánica, vinculada en forma directa con la bioquímica de los hidratos de carbono, puso en evidencia el proceso de síntesis de estos compuestos y permitió encontrar el tratamiento adecuado para algunas enfermedades causadas por la ausencia de azúcares, como la galactosemia.

A partir de ese momento, los argentinos comenzaron a conocer la historia de este científico nacido en París en 1906 -"por casualidad", como solía decir-, quien dedicó toda su vida a trabajar en silencio para la Fundación Campomar, después de varios años de cumplir funciones en el Hospital de Clínicas.

Admirador de quien fuera su maestro, el premio Nobel de Medicina de 1947, Bernardo Houssay, Leloir reconocía en aquel severo médico al factótum de su entusiasmo por la investigación científica, al punto de sostener que Houssay había realizado en ochenta y cuatro años de vida "una tarea equivalente a la de varios hombres normales".


Una larga lista de reconocimientos

En 1934, Leloir obtuvo el primer premio de la Academia Nacional de Medicina por su tesis sobre las suprarrenales y el metabolismo de los hidratos de carbono, con lo que dio inicio a una serie interminable de reconocimientos nacionales e internacionales.

Integrante del Directorio del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), del que fuera un férreo defensor, obtuvo en 1963 el doctorado Honoris Causa de la Universidad de París.

Fue premiado, además, por la prestigiosa Fundación Helen Whytney de Nueva York y nombrado miembro de la American Philosophical Society y de la Academia de Ciencias de Estados Unidos.

Tan caros antecedentes no impiden que la memoria popular siga recordando a Leloir con su cuerpo inclinado sobre la mesa del laboratorio, enfundado en su tradicional guardapolvo gris y sentado sobre una desvencijada silla de paja atada con piolines.

Trabajador disciplinado y laborioso, hacía la "vista gorda" a tantas incomodidades y se concentraba en sus investigaciones con la premisa de que un buen trabajo "es aquél que se realiza con alegría, con diversión".

El otorgamiento del Nobel le cambió los hábitos, como él mismo reconocería en un reportaje de la época, al afirmar que "el premio lo recibí con alegría, pero también con cierto grado de preocupación, porque sabía que mi trabajo no volvería a ser el mismo, como efectivamente ocurrió".

Leloir fue designado director de la Fundación Campomar, que en 1983 dejó sus precarias instalaciones para trasladarse a un edificio de cinco plantas y 6.500 metros cuadrados en Parque Centenario, aunque nunca dejó de añorar sus años como investigador común.


Ferviente defensor del conocimiento

Las reflexiones del científico sobre diversos temas relacionados con la realidad nacional, en especial los referidos a las áreas de educación e investigación, son una radiografía de la lucidez con que Leloir observaba los acontecimientos.

Polémico sin intención, sostenía que no creía "que sea gracias a la Universidad que salen buenos científicos, sino más bien que es `a pesar' de nuestra Universidad que egresan buenos profesionales", y se lamentaba de que los argentinos "siempre hemos estado buscando un mesías que viniera a salvarnos".

Inclaudicable defensor de la ciencia, Leloir afirmaba que el país "no puede seguir confiando sólo en las riquezas naturales", sino que "el conocimiento científico" era el nuevo "granero del mundo" y sostenía que era imprescindible que esa realidad fuera comprendida por la sociedad.

Siempre reacio a abandonar el país -a pesar de las numerosas ofertas en contrario-, confesaba "un cierto temor a los entornos desconocidos" y recomendaba a la juventud "capacitarse siempre, sin perder de vista que se vive en un mundo cambiante, dinámico, con nuevas exigencias frente a las que hay que estar preparado".

Este hombre, imbuido de sabiduría y sencillez, supo de los problemas que atravesó -y atraviesa- la ciencia en la Argentina, y vislumbró la única forma de solucionarlos: "Afectar recursos en forma sostenida y planificada para disponer, en algún momento de la historia, de un arsenal científico de envergadura", decía.

Luis Federico Leloir, que falleció en Buenos Aires a los 81 años de edad, el 2 de diciembre de 1987, se había casado con Amelia Zuberbuhler, quien lo apoyó incondicionalmente y con quien tuvo una única hija, a la que también llamaron Amelia.

Alejandro San Martín. (Télam)