Opinión: OPIN-02

De la escultura

Por Domingo Sahda


La escultura, etimológicamente hablando, es el arte de realizar obras tridimensionales tallando un bloque de materia sólida. En sentido amplio, se caracteriza por la ejecución de obras corpóreas utilizando todos los materiales susceptibles de ser empleados a voluntad del artista, apelando a diferentes procesos de adición, sustracción, acoplamiento, yuxtaposición y traslación, y aun a la luz como materia prima, mediante la cual acota y construye espacios de volumen virtual cuya apreciación exige del espectador una demanda de atención no frecuente. En efecto, la escultura puede definirse como manipulación de la materia tangible, de peso real y textura concreta, y como manipulación de la luz como materia intangible, no por ello menos presente, y que por contrastes define planos de carga expresiva. La primera acompaña al hombre desde el principio de los tiempos. La segunda es de reciente data, comparativamente hablando.

La luz y su contraparte, la sombra, son los límites entre los cuales la corporeidad de la escultura se hace presente como objeto cambiante en su significación expresiva. No se modifica el objeto en sí mismo, sino que la incidencia de la luminosidad, según el momento y el origen de la misma, hacen que la obra subraye en uno o más sentidos su expresión, transformando la estática real de la pieza en una dinámica subjetiva de alto contenido plástico. Se modifica así su presencia, no su existencia objetiva.

La escultura, arte de la forma en el espacio concreto, se define como arte visual en tanto multiplica su proyección artística en consonancia con el ángulo de la mirada. Según sea el enfoque, la claridad conceptual y la dinámica interna de la obra se acentuarán en uno u otro sentido. Con ser la misma, la obra es cambiante dentro de su "mismidad". Además, la iluminación recibida permite que el recorrido del ojo, de manera acariciadora y envolvente "toque" a la obra en cuestión. La escultura aúna a un tiempo la sensación directa de su superficie, palmo a palmo con la percepción de su totalidad como forma y el significado de la misma como presencia concreta. Se constituye en un puente entre la materialidad de la vida y la inmaterialidad de la idea.

Entendida como controversia entre la luz y la sombra, es portadora de un sentido especial del "drama" inmóvil en su tensión, y como presencia fija es testigo de lo inmutable y de lo transitorio. De suyo, la captación del valor de signo y símbolo en cada obra escultórica requiere del espectador un cultivo previo de ideas y conceptos que lo eleven por encima de la convencional satisfacción por la destreza material en la ejecución, y por el "parecido" logrado en la obra a la vista.

Se sostiene que el objeto mirado es portador de sentido, en tanto quien lo mira puede proyectar algo de sí mismo en el objeto expuesto, haciendo que éste -el objeto- se cargue de juicios de valor ético. Mas ese objeto, esa obra de arte, no está limitada a la mirada exterior como condicionante para su validación, sino que en sí misma debe portar la arquitectura que la justifique y la desprenda del contexto para constituirse en objeto de la mirada valorativa.

Otro es el sentido que tiene, y ha tenido por largo tiempo, tanto el busto como la estatuaria, esculturas que por largo tiempo fueron tenidas, por su representación de la figura humana, como exponentes de la escultura en su máxima dignidad de arte. Hoy por hoy, esta apreciación está superada, tanto conceptual como fácticamente hablando. Suponer que sólo es escultura el busto o la estatuaria es trasladar la definición a un campo acotado de la forma, es restarle su libertad intrínseca. La contrapartida estaría dada por la suposición de que el simple amontonamiento matérico justifica la escultura como arte en tanto visualización de algún concepto más o menos hermético. La melodía entre la materia y la idea, ambas rigurosamente trabajadas, dan por resultado la obra de arte que llamamos escultura.

La escultura pensada para espacios interiores demanda materiales que la obra emplazada no admite. El emplazamiento, esto es, la ubicación en espacios públicos, requiere de un estudio del entorno, ése que permitirá el realce significativo de la obra o su depreciación, su tipificación como elemento constitutivo del paisaje cultural o su señalamiento como un "escollo" irresuelto.

Nuestra ciudad tiene ejemplos más que contundentes en este último aspecto. Qué otra cosa es si no el lamentable emplazamiento de la obra "Alma sin Hogar" (de José Sedlacek), magnífica pieza en mármol encerrada entre dos recipientes de desperdicios y un kiosco, en la Cortada Falucho. El desatino es tal que pareciera ex profeso.

Las esculturas envejecen, y en el caso de los bronces, la pátina que el metal va adquiriendo les otorga una calidad singular. Las piedras enferman y se degradan. Así, una pieza que por su especificidad pareciera ser eterna es agredida por la polución ciudadana. Pero no es polución ambiental sino torpeza vergonzosa la agresión con aerosoles y pegatinas de afiches, también, y para desgracia, tan frecuentes en esta ciudad de Santa Fe.

La modernidad le incorporó a la escultura nuevos procesos y nuevos materiales, renovándola, como expresión fuerte del Arte Contemporáneo. Su presencia se carga de sentido en tanto manifestación metafórica del entretejido de ideas fuerza del mundo actual. Desde la más despojada y esencial propuesta conceptual a la muy elaborada construcción de móviles; desde el reducido tamaño de la talla en hueso al enorme vaciado en metal, la escultura sigue manifestándose como punto de atención, para legos y profanos.

Su apreciación, al menos su respeto, y aun su destrucción, permite desnudar constantes ideológicas y acciones sociopolíticas que exigen toda una profunda reflexión sobre la condición humana. La "iconoclastia" se suponía un fanatismo superado. Mas los hechos demuestran que no es así. Desde el "Monumento al preso político desconocido" del británico Red Butler al "Dedo" de César, desde la "Venus de Willendorf" a las "Gordas" de Bottero, la distancia temporal desaparece. Sólo quedan las esculturas cargadas de vida proyectada que caracterizan a la cultura del hombre, único ser vivo capaz de elaborar lenguajes a conciencia, quien, al esculpir o modelar una obra, talla su persona y su destino.