Deportes: DEPO-07

Ella y el "10"

Por Rubén José Rossi (*)


El destino, ese niño caprichoso que juega con la vida de los hombres a su antojo, no podrá saldar sus cuentas con Diego, porque jamás logrará cancelar la deuda de amor que, a partir de mañana, el último de los números 10 mantendrá con su eterna enamorada, la pelota.

Esta, como esa novia dejada plantada en el altar, comenzará odiándolo por su insospechado abandono, por su deserción, por haberle roto el corazón, justo a ella que tanto le dio, que le entregó a él sus mejores años, que recorrió con su enamorado todo el mundo, que fantaseó con permanecer unidos para siempre brindando alegría y felicidad a todos cuantos los vieran pasearse juntos por ese verde césped, como a él le gustaba decir.

Diego, no obstante, estará absolutamente tranquilo con su conciencia, pues siempre le dispensó a su amada un trato dulce, cariñoso, sin maltratos, sin golpes, porque hasta para hacerla viajar a toda velocidad hasta aquietarse en las redes la impulsó con la fuerza del amor y no con la violencia del odio.

Relato esta historia porque diría que la conozco casi desde que se comenzó a hacer famosa esta pareja, como lo fueron en su momento Romeo y Julieta u Otelo y Desdémona. Fue allá, por el año 1978, cuando los descubrí una tarde primaveral en la esquina de un rectángulo verde, en una quinta de José C. Paz, cuando él parecía homenajearla cada vez que la tocaba y ella se ruborizaba, dejándolo hacer lo que quisiera, como si no fuera más que una prolongación de él mismo.

También la padecí una tarde de mucho calor, en la vieja cancha de Atlanta, cuando los enfrenté. Ella me coqueteaba, se me insinuaba, me hacía dudar y luego se marchaba con él, dejándome desairado por el engaño, para que su Diego la deposite muy apaciblemente en un rincón inalcanzable, escapando de cuantos lo trataran de impedir, porque aunque uno la reclamaba, ella le era y le fue siempre incondicionalmente fiel.

Los vi juntos, desde Uruguay hasta Tokio, pasando por el estadio Olímpico de Los Angeles, entre otros, durante casi dos años. En esa época Diego era muy celoso de ella, apenas consentía que la tuviéramos unos pocos segundos. El era consciente de que ella le exigía que la llevase, como de la mano, por el sendero más seguro, hacia la conquista de la gloria.

Junto a ellos descubrí que era posible tomar el cielo por asalto, que se podía llevar la imaginación al poder, que de todas las cosas de la vida, esta simbiósis él-ella, ella-él era la llave que nos permitiría sacar a un grupo de jovencitos la ilusión de terapia intensiva para darle el alta definitiva a la felicidad, teniendo la prerrogativa de contemplarlos, íntimamente, en su propia casa, y no desde la ventana o subidos al tapial del patio de atrás.

Los vi en persona por última vez una noche, en el estadio de River, frente al Valencia de España. Y ésa fue, para mí, la despedida. Por eso hoy de esa otra "despedida" no quiero ser testigo, no hay invitación (por más que me enorgullezca de la misma) que consiga transportarme de vuelta a ese hermoso pasado.

El capricho del destino quiso que mañana, 10 de noviembre, día de mi cumpleaños número 41, el 10 y ella ofrenden su adiós definitivo al público, a su gente, a sus admiradores, a sus otros ex compañeros.

Yo, particularmente, me reservo el privilegio de recordarlos como cuando se despidieron de mí, adolescentes, plenos de candor. De eternizarlos así, ése es un derecho que me asiste y que nada ni nadie puede derogar. En lo que a mí respecta, su adiós fue hace mucho tiempo, cuando esa noche en cancha de River, al finalizar el partido, lo vi alzarla con toda sutileza, aferrarla entre sus brazos con toda dulzura y alejarse inseparables por el túnel que se los llevó juntos, y así, juntos, los deseo perpetuar, como aquella noche, aunque no sea más que en mi memoria.

(*) Integró con Maradona la selección juvenil argentina que se clasificó campeón del mundo en Japón, en 1979.