Opinión: OPIN-02 La vuelta al mundo: Paraguay y la hegemonía "colorada"
Por Rogelio Alaniz

No sería justo decir que Paraguay es una dictadura, pero sería mucho más injusto afirmar que es una democracia. El problema es que en Paraguay la transición democrática fue organizada por la misma claque que se enriqueció al lado de Stroessner.


Como era de esperar, el Partido Colorado ganó las elecciones en Paraguay. El candidato ahora se llama Nicanor Duarte Frutos, como antes se llamaron González Macchi, Raúl Cubas, Juan Carlos Wasmosy o Andrés Rodríguez, es decir, distintos nombres y diferentes personalidades para representar una misma voluntad de poder y un mismo deseo de enriquecimiento personal.

Desde 1954 o tal vez, desde 1947, el Partido Colorado viene controlando de manera casi absoluta la política paraguaya. Durante treinta y cinco años lo hizo a través del dictador Alfredo Stroessner, un déspota bananero tan corrupto como criminal, que organizó un sistema político apuntalado en la alianza con el ejército y, gracias al cual, se enriqueció toda la burocracia dominante, incluso los mismos que luego lo derrocaron en nombre de las banderas históricas del Partido Colorado.

Algunos analistas comparan al "coloradismo" con el PRI mexicano o el régimen de Fidel Castro. Creo que la comparación favorece demasiado a los "colorados", ya que poco y nada tiene que ver la tradición de Lázaro Cárdenas o Plutarco Elías Calles con esa pandilla de autoritarios, corruptos y reaccionarios que integró en la mayoría de los casos las sucesivas conducciones históricas del coloradismo.

Como se recordará, el PRI abrió las puertas a los exiliados de la república española, a León Trotsky y a los perseguidos por la mayoría de las dictaduras latinoamericanas. Por el contrario, el régimen de Stroessner asiló a nazis, fascistas, croatas, chinos nacionalistas, terroristas musulmanes y cuanto criminal de guerra anduviera suelto por el mundo.

En la guerra fría, Stroessner alineó al país detrás de las políticas más belicistas de los halcones yanquis, mientras que México, en la mayoría de los casos, se mantuvo neutral y nunca dejó de criticar la "diplomacia de las cañoneras" que en diferentes oportunidades practicaron los yanquis.

Tampoco me parece que sea apropiado comparar a Stroessner con Castro, por más que ambos se hayan prolongado en el poder durante décadas. Stroessner en ese sentido está más cerca de Trujillo, Somoza, Pérez Giménez o Machado que de Fidel. No es casualidad que las instituciones de derechos humanos lo ubiquen a Stroessner junto con Pinochet y Banzer integrando alianzas internacionales dedicadas a perseguir y exterminar opositores.

Stroessner fue derrocado en 1989 y muchos presumieron que de ese modo se iniciaba la democratización del Paraguay. Catorce años después no sería justo decir que Paraguay es una dictadura, pero sería mucho más injusto afirmar que es una democracia.

Como se recordará, el déspota cuya fortuna personal supera los mil millones de dólares, fue derrocado por su consuegro, el general Andrés Rodríguez en alianza con los militares liderados por Lino Oviedo y con el apoyo explícito de la embajada norteamericana que, en Asunción, es una de las principales protagonistas de la política criolla.

Stroessner en ese sentido corrió la misma suerte que Trujillo, Batista o Somoza: fue sostenido por los yanquis y cuando dejó de ser útil o su compañía se transformó en algo muy desagradable, no vacilaron en darle una patada en el trasero.

El problema es que en Paraguay la transición democrática fue organizada por la misma claque que se enriqueció al lado de Stroessner. La perspicacia de estos dirigentes consistió en admitir que a Stroessner había que derrocarlo porque era impresentable, para luego seguir haciendo exactamente lo mismo pero sin el dictador e invocando una retórica democrática que nunca creyeron y jamás practicaron.

Los observadores supusieron que la renovación del Partido Colorado iría democratizando el sistema institucional, pero como la experiencia lo está demostrando hasta el cansancio, la deseada renovación no se produjo y las luchas internas tienen más que ver con el reparto de negocios que con ideas políticas.

La alianza o la fusión con el ejército -cuyos oficiales no vacilan en reivindicar su filiación "colorada"- y el control del empleo público explican los sucesivos triunfos electorales del oficialismo. En un país en donde votan dos millones y medio de personas, los empleados públicos representan el diez por ciento del electorado, los que multiplicados por familiares extienden su representación a casi el cuarenta y cinco por ciento, un porcentaje decisivo a la hora de contar los votos.

El otro negocio político es el que proviene de esa perversa "democratización" del contrabando, el robo de autos y el tráfico de drogas, una práctica que incluye a las más altas autoridades, pero se prolonga por todo el cuerpo social.

Por su lado, la oposición política no ha sido capaz de crear una alternativa superadora y, en más de un caso, los dirigentes liberales participaron de la fiesta colorada con cargos, negocios y alianzas. En ese contexto, a nadie le debe llamar la atención que el liberalismo nunca haya podido imponerse o que los candidatos independientes hayan encontrado serias dificultades para articular una alianza social y política capaz de derrotar al "coloradismo".

El futuro presidente Duarte Frutos, es un hombre relativamente joven que alguna vez se desempeñó como periodista. Hasta allí llega su diferenciación con la vieja guardia del partido. Como los otros candidatos, proviene del riñón de aparato y ha llegado al poder gracias al formidable respaldo de la maquinaria estatal. No hay razones, por lo tanto, para pensar en un cambio o en una renovación.

Salvo sorpresa -y en política las sorpresas son muy escasas- Paraguay seguirá contando con más de un millón de exiliados, con uno de los niveles de pobreza y exclusión más alto de América latina y con una de las estructuras de poder más corrupta del Cono Sur.