Opinión: OPIN-03 La guerra es demencial
Por Arturo Lomello


Si existe en la relación entre los hombres algo absolutamente irracional, eso es la guerra. Matarse entre hermanos, -porque no hay duda de que lo somos ya que todos hemos sido creados por la misma realidad- es una actitud de dementes, por más que se invoquen razones que no resisten al menor análisis objetivo. En nuestro país, tuvimos una muestra con la guerra de las Malvinas. En verdad, a lo largo de toda la historia de la humanidad, se han producido guerras y más guerras, y quienes las desataron pretendieron siempre justificarlas. Lo cierto es que la única razón que hay como origen del asesinato entre hermanos es lo que ya actuó cuando Caín mató a Abel: el pecado original, la insuficiencia humana para liberarse por sí misma de su mezquindad. Si el pez grande se come al chico ello ocurre porque hay una ley de la naturaleza que así lo ha dispuesto, pero no puede ser trasladado con fundamento a nuestra vida. Y, sin embargo, eso es lo que ocurre, por lo menos en una primera etapa, porque también como la misma historia lo ha demostrado, los más grandes imperios terminaron por desaparecer, David, finalmente, derrotó a Goliath.

Las pasiones malsanas nos enloquecen a los hombres. El ansia de poder se enmascara sutilmente detrás de las justificaciones. Y ninguno de nosotros está exento de caer en esa actitud que, multiplicada, se convierte en la monstruosidad diabólica de la guerra. Lo que ha ocurrido en Irak, el holocausto de miles de vidas inocentes es una evidencia abrumadora de lo dicho. Aquellos que resuelven hechos de violencia generalmente están a buen resguardo para no ser alcanzados por ellos. No obstante, como hemos sido testigos en los últimos tiempos, el terrorismo, usando los medios de transporte contemporáneos, ha hecho que nadie pueda creerse fuera del alcance de la destrucción. A tal punto hemos llegado en el descenso a los abismos de la irracionalidad.

Ninguna nación es dueña de la verdad, ninguna ideología puede reemplazar al amor concreto. No habrá nunca fin para las guerras mientras pretendamos imponer nosotros nuestro destino. La irracionalidad nos ha conducido a la más extrema de las paradojas: nunca hemos sido tan diestros en desarrollar razones para eludir la realidad de que dependemos en todo de la voluntad de Dios, salvo en la libertad de decirle que sí o que no a sus designios.

Como le hemos venido diciendo que no, estamos siempre en guerra con nosotros mismos y, por ende, con los demás. Y ello degenera finalmente en las guerras colectivas como las que estamos viviendo.