Opinión: OPIN-01

Corrupción, enfermedad crónica de la Argentina


El informe brindado por Transparencia Internacional vuelve a colocar a la Argentina como uno de los países con más altos índices de corrupción. Respecto del último informe, nuestro país retrocedió algunos puntos, por lo que se infiere que la situación tiende a agravarse. Conviene aclarar, de todos modos, que el período analizado por Transparencia abarca el último tramo del gobierno de De la Rúa y el año y medio de gestión de Duhalde.

La administración de Kirchner no está comprometida por esta reseña, de modo que habrá que esperar el próximo informe para saber si esta nueva gestión logra revertir una tendencia que deja al desnudo nuestras debilidades y vicios públicos y privados.

Desde hace años se discute en la Argentina sobre las causas y los alcances de la corrupción y las alternativas factibles de ponerle límite. El tema ha ocupado a cientistas sociales, políticos, periodistas, funcionarios y ciudadanos en general. En todos los casos, se ha considerado a la corrupción como un factor negativo cuyos efectos erosionan a las instituciones y a la propia convivencia social.

Sin embargo, a pesar de tantos estudios, seminarios, mesas redondas, libros publicados y denuncias presentadas ante la Justicia y la opinión pública, los resultados siguen siendo negativos, al punto de que hay derecho a suponer que cuanto más se habla de la corrupción más corruptas parecen ser las relaciones sociales y más corrupción parece anidar en los centros del poder.

Aclaramos en el inicio de esta columna que el informe de Transparencia no incluye al actual gobierno, una de cuyas banderas es precisamente la moralización de la gestión pública. Ya habrá tiempo para evaluar los resultados, pero es evidente que si la corrupción es un mal estructural, es muy difícil que un gobierno lo pueda resolver en pocos meses. En todo caso, lo que se pueden apreciar son las tendencias. En este sentido, para los argentinos sería una excelente noticia que en la próxima publicación del organismo internacional se reduzca en algunos escalones la pésima ubicación que nos descalifica frente al mundo.

El informe de Transparencia permite apreciar algunas características distintivas de cómo funcionan estos procesos de corrupción. En principio, pareciera que los países más ricos y con mayores niveles de integración social son menos corruptos que los países pobres y marcados por profundas desigualdades sociales. Se constata así la hipótesis política que postula que si bien las conductas corruptas pueden aflorar en cualquier sociedad o sistema, lo que diferencia a un país de otro son los mayores grados de impunidad.

Tampoco es casual que sociedades más educadas, más prósperas y con mayores expectativas de vida sean menos corruptas que sociedades con altos niveles de analfabetismo y pobreza. Al respecto, hay abierto un debate acerca de las causas del desarrollo. Por un lado están los que sostienen que el desarrollo es producto de ciertas condiciones económicas adquiridas o heredadas, mientras que por el otro lado se afirma que es consecuencia de una sociedad capacitada culturalmente para crearlo y entre esas "habilidades" culturales estaría presente una moral media resistente a la corrupción y atenida a los mandatos de la ley.

Más allá de evaluaciones más o menos elaboradas, lo cierto es que en la Argentina la corrupción siempre ha operado como un factor negativo. En países como Estados Unidos o Japón, por ejemplo, la corrupción también es alta, pero por motivos singulares estas desviaciones no afectan sustancialmente el funcionamiento medio del sistema, como ocurre en la Argentina.

Recordemos que los principales golpes de Estado en nuestro país se realizaron invocando, entre otras cosas, la inmoralidad administrativa. Así fue en 1930 y 1943, y también en 1955, 1962 y 1976. Lo curioso del caso argentino es que mientras por un lado la sociedad en ciertos momentos parece ser muy severa con las prácticas corruptas, en otras circunstancias su tolerancia llega a confundirse con el cinismo.

Más allá de evaluaciones y conclusiones teóricas, queda claro que la corrupción en la Argentina es un problema de todos. Políticos, empresarios, dirigentes sindicales, fuerzas de seguridad y más de un dirigente piquetero están comprometidos de una u otra manera con estas prácticas. Es también evidente que este flagelo funciona y se reproduce porque existe una sociedad que en términos generales, y más allá de sus condenas discursivas y sus fintas retóricas, suele ser complaciente con esta enfermedad de nefastas consecuencias en todos los órdenes.