Política: POLI-01

20 años de democracia

NUNCA MÁS: En un proceso ejemplar y desgarrador, los jefes de las Juntas Militares fueron condenados por violaciones a los derechos humanos. Después vendrían la obediencia debida, el punto final y los indultos.. 
Menem fue el único presidente, de los ocho que hubo, que completó su mandato. Y además repitió. De la Rúa aún debería ser presidente. Los militares fueron juzgados, perdonados y juzgados otra vez. La lógica de la deuda y el ajuste impregnó la economía. La Corte bailó al ritmo de la política y las instituciones oscilaron entre el perfeccionamiento y la sujeción. 20 años después, los argentinos somos más democráticos y tenemos menos miedo. Pero todavía hay demasiado por hacer.

Necesaria, pero no suficiente


El aniversario habilita el festejo, pero también la reflexión. Veinte años de democracia política es un hecho inédito en la Argentina y el dato merece destacarse, pero ninguna consideración sobre la supervivencia de la democracia puede eludir el desafío planteado por las asignaturas pendientes de esta democracia que supimos conseguir.

No pecamos de exagerados si decimos que en estos veinte años lo único que se han evitado han sido los golpes de Estado -lo cual no es poco-, porque en los otros terrenos todas las pestes nos han visitado: planteos militares, corrupción, hiperinflaciones, renuncias presidenciales, devaluaciones monetarias, índices de desocupación y pobreza nunca conocidos, inseguridad y crecimiento a saltos del endeudamiento externo.

La ineficiencia populista y la ola neoliberal pulverizaron los derechos sociales y la ola de inseguridad redujo al mínimo los derechos civiles. Curiosamente, los que han sobrevivido han sido los derechos políticos, desprestigiados, percudidos, deteriorados, pero vigentes e interpelados por el desafío de ser el punto de partida de recuperación de una democracia plena, capaz de integrar las otras dimensiones de la convivencia pública.

Recordemos que en 1983 el estado de derecho se recupera después de la derrota militar en Malvinas. A diferencia de Chile, Brasil o Uruguay, la democracia en la Argentina es la consecuencia del derrumbe de las Fuerzas Armadas lo cual no puede ni debe confundirse con el derrumbe del Estado. En esas condiciones se diagrama una salida política apresurada sobre la certeza de que el peronismo ganaba las elecciones.

Y aquí llega la segunda novedad de esta apertura. El peronismo, identificado a través de sus principales candidatos con las Fuerzas Armadas y el matonaje sindical, es derrotado por la UCR poniéndose punto final a la leyenda de su supuesta invencibilidad.

La experiencia democrática se inicia bajo los mejores auspicios. El discurso alfonsinista reivindica el pluralismo y la legitimidad de las diferencias. El estado de derecho es de todos los argentinos y no de una facción identificada con supuestos valores nacionales eternos, y se supone que por el camino de la negociación y el consenso se irá evolucionando hacia formas de vida más justas.

Alfonsín apostaba a que la democracia sería la clave para resolver el resto de los problemas sociales y económicos. Existía entonces la convicción de que las dictaduras militares auspiciaban soluciones económicamente liberales y que las democracias defenderían los valores del estado de bienestar.

La experiencia va a demostrar en poco tiempo que la realidad era mucho más compleja que los enunciados del Preámbulo de la Constitución Nacional y que los tiempos políticos no tenían por qué coincidir con los tiempos económicos y sociales.

También la realidad va a demostrar que el peronismo podía ser derrotado en las urnas, pero la Argentina corporativa y facciosa era capaz de soportar presiones mucho más altas que un resultado electoral adverso. El radicalismo pudo, por ejemplo democratizar las universidades, pero el intento de poner punto final a un sindicalismo cuya estructura estuvo y está definida según los parámetros establecidos por Benito Mussolini, fracasó en toda la línea gracias a las maniobras camanduleras de los caciques peronistas provincianos.

Sin duda que el gran acierto de Alfonsín fue consolidar como un valor perdurable los valores de la democracia representativa. Su política en materia de derechos humanos fue valiente y ejemplar, porque más allá de concesiones lo que quedó claro en la conciencia popular es la condena al terrorismo de Estado y al terrorismo en cualquiera de sus variantes.

No se conoce en el mundo que una democracia nacida en condiciones difíciles haya sido capaz de juzgar y encarcelar a los principales responsables del terrorismo de Estado y de generar un consenso tan amplio en contra de la dictadura militar.

El mismo balance no se puede hacer en los temas económicos y sociales. Allí las debilidades del radicalismo fueron más que evidentes, aunque a decir verdad tampoco los peronistas lograron encontrar una fórmula sólida que permita a los argentinos alejar los fantasmas de la desocupación y la pobreza.

Es necesario insistir al respecto que la realidad se desenvuelve en tiempos paralelos y que un clima de democratización como el de 1983 no significaba automáticamente la posibilidad de implementar políticas sociales avanzadas, en un mundo en donde las conquistas de los estados de bienestar se estaban agotando y al calor de las formidables innovaciones científicas y tecnológicas caían las dictaduras socialistas del Este y se empezaban a imponer soluciones económicas cuya expresión más formal fue el llamado Consenso de Washington de la década del noventa.

Está claro que los desafíos que hoy se nos presentan a los argentinos tienen que ver con los urgentes temas económicos y sociales, pero sería un terrible error creer que el largo camino a recorrer para hallar respuestas sociales y económicas pueda realizarse al margen de las instituciones y del estado de derecho. La tentación de sacrificar la democracia en nombre de supuestos atajos institucionales representaría una regresión en toda la línea y una traición al legado abierto el 30 de octubre de 1983.

Rogelio [email protected]