Opinión: OPIN-02 Las dos Argentinas
Por Rogelio Alaniz

"Ni a la Nación ni a la mujer se le perdona el instante en que cedió a la seducción de una aventurero". Carlos Marx


Lo dijo monseñor Zazpe, pero todos lo sabemos: hay dos Argentinas enfrentadas; a veces ese alineamiento es confuso, a veces los campos no están bien delimitados, a veces los protagonistas cambian de trinchera, pero en los momentos importantes los rostros de esas dos Argentinas son visibles.

Alguien dirá: pero somos todos argentinos. A ese acto de fe, Konrad Adenauer lo refutaba diciendo: "Vivimos bajo el mismo cielo, pero no tenemos el mismo horizonte". Y no faltará el que diga que hay que aceptar a todos. Cuando escucho ese razonamiento recuerdo las quejas de Oscar Wilde: "Qué difícil resulta caerle bien a la gente que no te cae bien".

No creo exagerar si digo que en nuestro país la ética es la principal asignatura pendiente. No pretendo un país gobernado por santos, siempre y cuando este argumento no sea una coartada para darle luz verde a los malandras. En nuestro país existen fuertes reservas morales, pero convengamos que en los niveles de decisión esas reservas están un tanto agotadas y, por el contrario, lo que parece imponerse es una mezcla infame de hipocresía y cinismo practicada por los que mandan pero aceptada, tolerada y consentida por muchos de los gobernados.

Un país serio no hubiera permitido la corrupción menemista de los '90 disfrazada de eficiencia y modernidad económica; un país serio no habría consentido ciertas prácticas políticas entre las que se destacan las listas sábanas, los fondos reservados o la designación discrecional de amigos e incondicionales en el Estado; en un país serio no se habría votado a Menem en dos ocasiones, sabiendo -en el segundo caso- cuáles eran los quilates morales del candidato que votaban; en un país serio un mediocre conservador como De la Rúa jamás hubiera llegado a la presidencia; en un país serio no se consentiría una policía mafiosa como la Bonaerense; en un país serio la educación sería una prioridad real y no una prioridad retórica.

Se puede discutir si son los factores económicos los que condicionan a los valores o, a la inversa, si son los valores los que preparan las condiciones económicas. El debate puede ser largo y tedioso, pero para nuestros objetivos basta con saber que, como diría Tocqueville, la democracia no es posible si no existe una mayoría de ciudadanos decidida a vivir en ella y a asumir la ética mínima que exige el sistema para funcionar.

Esa ética mínima es la que estuvo ausente. Lo moral es un problema de los gobiernos, pero es también un problema de los ciudadanos. Hoy, por ejemplo, no podríamos decir que el actual gobierno es corrupto, pero de allí a creer que en el Estado no hay corrupción hay una gran distancia. Tampoco sería justo afirmar que somos todos corruptos, porque si así fuera no sólo estaríamos perdidos, sino que estaríamos perdidos para siempre.

Para nuestro consuelo o para nuestra autoestima, los hombres y las mujeres de bien existen en la Argentina y hasta me atrevería a decir que numéricamente son más que los malvivientes. Lo que ocurre es que así como una minoría de justos puede producir milagros, una minoría de delincuentes puede transportarnos alegremente al infierno.

El problema de nuestro país es que esa minoría se ha ampliado al calor de los desengaños políticos, la corrupción económica, las penurias sociales y -por sobre todas las cosas- los pésimos ejemplos brindados desde el poder. El problema de la Argentina es que no terminamos de darnos cuenta que la corrupción es el huevo de la serpiente y que a la hora de juzgar resultados poco importa saber si ésta es de derecha o de izquierda, en tanto sus efectos son disgregadores y destructivos en todos los casos.

En la semana que transcurrió tuvimos la oportunidad de ver como en una pantalla los diversos rostros de esta Argentina. Primero fue la expresión innoble de Menem que decide no presentarse a la Justicia argumentando que está lesionado, en tanto que al otro día la televisión lo muestra en un club nocturno bailando con una odalisca, mientras el argentino medio parecía estar muy preocupado por la enfermedad de Maradona, mientras los medios de comunicación consideraban que las peripecias del ex jugador en terapia intensiva eran más importantes que la seguridad o la crónica desocupación.

La otra noticia fue María Julia Alsogaray. A diferencia de Menem, la polifuncionaria decidió someterse a la Justicia y en el juicio nos enteramos por boca de un testigo que en la década menemista se le pagaban a los altos funcionarios sobresueldos en negro de cincuenta mil dólares. La información vuelve a poner en primer plano el escándalo moral que representan los llamados fondos reservados, una gigantesca caja negra formada con dineros públicos para enriquecer a ministros y secretarios de Estado y sobornar opositores.

Pero no terminan allí las sorpresas. La que parece ser la línea de defensa de la polifuncionaria menemista es digna de la estatura moral de su jefe. Como María Julia no ha podido justificar el incremento de su riqueza, da la impresión de que ahora ha encontrado la coartada ideal: ella no robó ni se quedó con dinero que no le correspondía, simplemente se habría limitado a incorporar a su patrimonio los dineros del Estado otorgados bajo el paraguas de los fondos reservados.

Justificaciones de esta naturaleza recuerdan la anécdota narrada por Jorge Luis Borges cuando conoció al Pibe Ernesto, quien para disculparse por haber estado detenido le dijo a un Borges entonces joven: "Sepa Jorge Luis que yo no estoy preso por ladrón o estafador, yo estoy preso por asesino". O como cuando en una mesa redonda sobre tango dije que Carlos Gardel podría haber sido cafisio, y un gardeliano ortodoxo intentó explicarme a los gritos que yo cometía una injusticia al decir que Gardel era cafisio, porque en realidad nunca había pasado de la categoría de mantenido. Las anécdotas siempre pretendieron ser graciosas, pero en esta Argentina del disparate está visto que los chistes verdes se transforman en máximas morales.

Sin embargo, cuando uno recuerda que Arturo Illia devolvió los fondos reservados apenas reducidos por haber alquilado un traje para una recepción o haber pagado el viaje a Francia de una compañía de teatro independiente o, sin ir más lejos, la actitud del doctor Aldo Tessio, quien en su última función pública devolvió todos los fondos reservados, no puede menos que mirar con nostalgia al pasado y añorar aquellos valores practicados por hombres públicos que tal vez se equivocaban a la hora de tomar alguna decisión política o administrativa, pero que no se equivocaban en lo que importaba.

Con respecto a Menem creo que no hay nada que pueda sorprendernos. El dirigente peronista que alguna vez intentó presentarse como el Tigre de los Llanos hoy se ha escondido como una comadreja debajo de las faldas de su esposa chilena. Quien dijo, repitiendo una frase que ignora quien la pronunció: "En cadenas pero en mi patria", hoy recurre a las artimañas de los delincuentes comunes para eludir la acción de la Justicia; quien se presentó alguna vez como una víctima de la dictadura militar debería ahora mirar con algo de respeto a esos militares que a pesar de los crímenes cometidos cada vez que han sido citados a los tribunales se han presentado exhibiendo, si se quiere, una entereza moral que la célebre comadreja de Anillaco ignora; él mismo, que desde el cinismo más descarado se defendía de las acusaciones de corrupción diciendo que había que tramitar las denuncias en la Justicia, es el que hoy se dice perseguido ante un formal pedido de captura.

Menem ahora intenta presentarse como un prófugo de la Justicia y espera que la monstruosa máquina de fabricar mitos que es el peronismo lo equipare al prófugo de 1955. La verdad, sin embargo, es que habría que compararlo con el Viejo Vizcacha, en tanto lo suyo está más cerca de la picaresca y la crónica policial que de la política.

Diría que a esta altura de los acontecimientos el problema en la Argentina no es el señor Menem, sino todos los argentinos que de una u otra forma creyeron que el desarrollo y el crecimiento podía lograrse cerrando los ojos a la corrupción, del mismo modo que en otro momento creyeron que el orden y la seguridad podrían obtenerse por la vía del terrorismo de Estado y mirando para otro lado cada vez que alguien les recordaba la realidad de los centros de detención clandestina, los secuestros, los vuelos de la muerte, la ventas de niños y la práctica cotidiana de la tortura.

También diría que la contracara de esa Argentina corrupta, veleidosa, cínica y vulgar se expresa hoy en el señor Juan Carlos Blumberg, con su reclamo de justicia y control ciudadano. A Blumberg no es necesario endiosarlo, simplemente hay que respetarlo y colocarlo en el lugar que se merece, es decir, en el lugar de un ciudadano con sentido común que reclama que se cumpla aquello que desde años se viene exigiendo desde distintos sectores de la sociedad y con lo que los políticos dicen estar de acuerdo de la boca para afuera. Sigmund Freud decía: "Existen dos maneras de ser feliz; una es hacerse el idiota; la otra, serlo". Como se verá, las posibilidades de elección están abiertas.

Las propuestas de Blumberg son razonables en la mayoría de los casos. Algunas pueden discutirse, pero en general expresan lo que todo argentino desea que se haga en materia de cotidianeidad política y judicial. Tan importante como sus propuestas es su compromiso cívico. Yo no quiero que Blumberg sea diputado, senador o juez, quiero que siga siendo el ciudadano capaz de hablar desde su dolor en nombre de su hijo y de todos nuestros hijos.

Blumberg demuestra con sus actos que para hacer política no es necesario ser un político profesional y que, por el contrario, la verdadera política muchas veces se desarrolla desde el llano, reclamando desde la tribuna callejera que las leyes se cumplan.

La desgracia y el dolor a Blumberg le han dado sabiduría y sensatez. En lugar de salir a reclamar pena de muerte o a pedir sangre salió a exigir que las instituciones funcionen; en lugar de convocar a la venganza y a la ley de la selva propuso más control ciudadano; en lugar de abominar de la democracia la afirmó exigiendo para ello que los funcionarios trabajen, los políticos cumplan con su palabra y el gobierno respete la voluntad del pueblo.

Respeto la actitud de Blumberg; respeto su dolor, su integridad moral, su coraje cívico y su sentido común democrático. Está claro que si en la Argentina estas conductas se extendieran el futuro adquiriría el color de la esperanza y dejaría de ser esa boca negra que amenaza devorarnos en la desintegración y la derrota.

Una vez más las dos Argentinas vuelven a estar en el escenario: por un lado la Argentina corrupta, decadente, mafiosa y violenta; por el otro, la Argentina del trabajo, la paz, la honestidad y la inteligencia. Cada uno sabrá en qué lugar colocarse. Yo lo sé, y presumo que nuestros lectores también lo saben.

Rogelio [email protected]