Una santafesina custodia el paraíso
El parque nacional Los Alerces cuenta con una nueva integrante en su plantilla de guardaparques: María Laura Fenoglio. Feliz con la profesión que eligió, hoy no puede imaginar su vida lejos de los solitarios y bellísimos paisajes del sur.

María Laura Fenoglio es una de las 30 mujeres guardaparques que hay en la República Argentina, de un total que supera los 250 agentes. Tiene 27 años y es santafesina.

Desde el 12 de enero de este año vive en el Parque Nacional Los Alerces, en la provincia de Chubut, en una casa inserta en el corazón del vasto predio, sin energía eléctrica, sin agua de red, sin gas, sin medio de transporte... sin compañía.

El poblado más cercano es la Villa Futalaufquen, distante a más de 35 kilómetros y ubicada dentro del mismo parque.

Aunque para aquéllos ciudadanos que habitan en centros urbanos esto parezca una tragedia, para María Laura es el paraíso. Plenamente feliz con la vocación que abrigó desde adolescente, no puede imaginarse retomando la vida en el bullicio de la ciudad. Prefiere, siempre, el canto de los pájaros, el murmullo de los turistas asombrados por los bellos paisajes del sur, el sonido del agua que recorre los arroyos, el tic tac de su corazón marcando el ritmo de las noches silenciosas.

Según la ley 22.351 de Parques Nacionales, Monumentos Naturales y Reservas Nacionales, el objetivo del guardaparque es efectuar control y vigilancia social y ecológico del área bajo su jurisdicción. En la práctica esto implica un arduo trabajo, un tanto solitario, pero siempre en contacto con la naturaleza y con los turistas que recorren el predio.

María Laura realiza lo que se define como "un trabajo de seccional". Es decir, tiene una jurisdicción a su cargo, es responsable de todo lo que en ella ocurra y de mantenerla en condiciones.

El parque tiene una extensión total de 263 mil hectáreas, es uno de los más grandes del país. Son alrededor de 20 guardaparques los encargados de custodiarlo, cada uno es responsable de una jurisdicción.

"Debo recorrer el lugar, estar atenta a lo que hace el turismo (cuando hay), recorrer los circuitos por donde más circula la gente; abrir senderos y mantenerlos en condiciones, de modo que todos puedan disfrutar sin correr riesgos, y educar, porque uno de nuestros objetivos es que la gente se lleve algo más allá de la belleza que tienen los paisajes", comentó.

El control incluye, por un lado, procurar que los visitantes no atenten con su accionar contra la naturaleza, pero a la vez les preocupa que la naturaleza no les juegue una mala pasada. "Si bien es maravillosa tiene sus reglas que hay que respetar y a lo mejor una piedra que parece de lo más inocente, al pararse sobre ella provoca un gran golpe. Por eso tenemos que estar atentos a todo", aseguró.

No apto para bichos de ciudad

El día a día se presenta un tanto más complicado, al menos bajo la mirada de un bicho de ciudad.

Se levanta temprano y pica la leña "que es fundamental para vivir -confesó-, ya que mi seccional está bastante aislada y llevar tubos de gas se hace difícil". Como tampoco dispone de energía eléctrica, la casa se calefacciona a leña, cocina en base a ella y así también calienta el agua para bañarse.

Sí dispone de un generador que le permite disfrutar de alguna lectura interesante durante las noches o hacer arreglos en su hogar. Pero no tiene heladera por lo que la conservación de los alimentos es una complicación que solucionó con imaginación y practicidad, pero también con resignación. "Si tengo ganas de tomar un helado tengo que esperar que llegue el momento de ir a Esquel u a otro poblado".

Estos viajes los realiza cada tres semanas o un mes aproximadamente. Con una lista de necesidades en la mano busca no olvidarse de nada, porque "si no sonaste", se lamenta.

"La comida es todo un tema y requiere de mucha organización. Si compro tomates, por ejemplo, tengo que elegir 10 verdes, 10 amarillos y 10 rojos, para que así me duren hasta la próxima provista".

De regreso, como carece de medio de movilidad propio y no llega otro hasta su casa, debe caminar 1,800 kilómetro con los bultos. "Tengo que equilibrar el peso de las cosas que compro, por eso a veces antes de llevar una lata elijo algo que venga en un envase más liviano".

Lo que nunca resigna son las frutas: "Por más que me reciba de mula llevo cantidades porque me encantan", bromeó. De todos modos, come primero las que menos duran y deja para lo último las que se conservan por más tiempo.

El agua que consume proviene de vertiente natural, es decir que se abastece directamente de los arroyos de la zona.

Las herramientas que requiere su trabajo diario son muy variadas. Enfundada en su uniforme, utiliza hachas para cortar la leña, la radio para mantenerse en contacto con las demás seccionales; lanchas; computadoras (aunque aún no dispone de una en su casa); y hasta el diálogo "porque somos el nexo entre los visitantes y la naturaleza, mediamos para que no la destruyan y para que las personas disfruten".

Los guardaparques pueden portar armas. La reglamentaria es una 9 milímetros, pero ella todavía no la recibió.

Soledad en paz

La vida de esta guardaparque es un tanto solitaria, al punto que durante algún período de este año, no cruzó palabras cara a cara con ningún otro ser humano: "Hubo semanas en que no vi a nadie porque no anduvieron visitantes por el sector". Afortunadamente, "la gente de allá es muy linda, no es nada fría como muchos creen, y es muy solidaria".

Aunque para quienes odian la soledad el momento del día en que cae el sol puede ser desgarrador, para ella "es espectacular y muy silencioso; ya adentro de tu casa estás obligado a enfrentarte con vos mismo", sentenció. De todos modos, "no tuve problemas para adaptarme a estar sola porque convivo muy bien conmigo misma y soy muy activa, aunque no intento tapar mis necesidades emocionales con el trabajo".

De todos modos reconoce que "trabajo todo el día y la vida social es muy acotada". Para ir a un bar, por ejemplo, tiene que recorrer 70 kilómetros por camino de ripio.

"Es difícil de explicar, pero los que estamos en esto no nos imaginamos vivir de otra manera; amamos el trabajo que hacemos y, al menos yo, no podría ser feliz dedicándome a otra cosa. Obviamente que extraño un montón a la familia, pero me amoldo y sé que el tiempo para disfrutar de ellos llegará con las vacaciones".

Sin embargo, no duda en responder qué es lo que más extraña de los tiempos en que vivía en la ciudad: "Un evento cultural, ir a un cine o a un teatro", clamó con nostalgia, aunque no tanta como para poner en duda la pasión que siente por el trabajo que eligió.

Situación de riesgo

Durante los 9 meses que María Laura lleva viviendo en Los Alerces sólo una vez debió enfrentar una situación de riesgo en su jurisdicción.

Una noche se desató una fuerte tormenta eléctrica. Ya estaba acostada, pero igual se levantó y emprendió a pie y bajo la lluvia una recorrida por el predio. De pronto, vio caer un rayo y un pequeño fueguito que empezaba a levantarse.

Esperó un rato, atenta a ver si se apagaba con el agua de la lluvia, pero no. A las 10 se comunicó con la seccional y pasó el informe.

La brigada llegó a las 6 de la mañana y demoró "sólo 10 días en apagarlo". Más de 50 personas acamparon alrededor de la casa de María Laura.

"En el sur el fuego corre lentamente, no como acá, porque se propaga por las raíces de los árboles, entonces muchas veces es necesario cavar para apagarlo", explicó.

Vocación y perseverancia

Una vez que María Laura Fenoglio tuvo en claro que ser guardaparque era su verdadera vocación -casi al finalizar la escuela secundaria-, se armó de paciencia y con perseverancia y esfuerzo logró que llegara el día en que le entregaran el título.

Es que no es fácil ingresar a la carrera de técnico universitario en administración de áreas protegidas de la Administración de Parques Nacionales y la Universidad Nacional de Tucumán.

El ingreso puede realizarse recién a los 20 años pero sólo hay 20 cupos cada dos años y es necesario ganar una beca. Entonces, mientras tanto, se especializó en áreas afines como biología y mecánica.

"Siempre hay que tener un plan B, otra alternativa mientras se logra el ingreso, lo cual no es nada fácil porque a los que nos gusta esta carrera la llevamos muy adentro y planificamos nuestras vidas en función de lograr ese objetivo. Por eso decidí estudiar cosas que aporten a mi meta final", comentó.

Para corroborar que realmente le gustaba, "porque se trata de una decisión de vida", a los 19 años ingresó como voluntaria al parque nacional El Palmar, en Entre Ríos, donde se dedicó al área de vegetación exótica.

Por su buen desempeño logró dos contratos de tres meses cada uno y finalmente trabajó seis años, ya "con la vocación bien firme y definida".

El logro

A los 25 años (edad máxima para ingresar a la carrera), y después de rendir tres veces el examen, consiguió la beca: "Soy muy perseverante y lo logré".

Cuando termina la carrera queda otro paso difícil para los flamantes guardaparques: esperar que llegue la designación con el lugar de destino. "Es una etapa muy dura porque uno ya entregó su vida a esto, y de repente tiene que vivir en lo de sus padres o hermanos, casi no se puede trabajar porque no se consigue nada por unos pocos meses, y hay que vivir en la ciudad cuando somos bichos de campo. El consuelo es saber que vale la pena esperar porque mes más, mes menos, te asignan a algún lado", contó.

Lía Masjoan