Sobre la delincuencia juvenil y la reinserción social

En primer lugar, recordemos que la utilización del término Delincuencia Juvenil constituye un anacronismo que aquí se reutiliza por no encontrar uno más adecuado y acorde con el espacio disponible.

En la operatoria cotidiana de los aparatos estatales se acepta que jóvenes que han ingresado en un campo de conflicto con la legislación penal y con un perfil personal específico deban ser trasladados a constituir su espacio de vida en otro lugar físico que se transforma en nueva referencia. Estos nuevos vínculos, por una parte, condicionan dialécticamente su reconfiguración intrapsíquica. Pero por otra contribuyen a la configuración de instituciones totales (Goffman) que hace mucho tiempo han fagocitado sus objetivos -si es que alguna vez existieron por fuera de ellas- y que giran locamente sobre sí mismas como el perro que intenta morderse la cola.

No vamos a discutir aquí lo que por sí sola su existencia implica. Dejemos ese aspecto a un lado por razones metodológicas y no porque se trate de una dimensión menos importante. Sólo recordemos con cuanta fuerza se instala periódicamente la idea según la cual, por ejemplo, "si los presos trabajaran, aprenderían oficios que les servirían al salir". ¿Es esto totalmente cierto? ¿O se trata de una verdad a medias?

Es cierto: las instituciones para niños y adolescentes en conflicto con la ley penal no satisfacen requerimientos básicos. Pero supongamos que, de un día para otro, se logran los recursos a fin de que cumplan su misión, disponiendo de la cantidad necesaria de profesionales, de instalaciones, de actividades, etcétera. ¿Podemos suponer que los jóvenes que egresen no volverán a confrontar con el orden jurídico vigente?

En el supuesto propuesto, ellos, al disponerse que abandonen la institución, deberían retomar la construcción de un espacio de vida en su medio original, usualmente en condiciones peores a las que operaron hacia su judicialización. Si lograron aprendizajes en la institución, ahora deben redoblar los esfuerzos pues el contexto se ha agravado y él (el contexto), como especificidad dominante, no ha sido transformado. Esto, decimos, sucedería en el supuesto mencionado. Pero también es lo que actualmente sucede con instituciones altamente deterioradas o, si alguien lo acepta, fundacionalmente iatrogénicas.

La lógica que deposita todas las responsabilidades en la ilusión de la institución eficaz es inconsistente pues la institución no contribuye a modificar la conducta, incluyendo en ello la tutela efectiva de proyectos de vida. El sistema institucional, aun cuando puede exhibir excepciones, trabaja sobre supuestos que luego no se cumplen en el exterior. Si se dispusiera de un riguroso sistema de información cualitativa y cuantitativa, esto ya estaría inexorablemente documentado. No obstante hay datos que algo indican. Así, por ejemplo, la trayectoria de vida de quienes estuvieron o están alojados en las cárceles para mayores exhibe en demasiados casos antecedentes de pasaje por el sistema institucional para sujetos menores. Esto algo está indicando.

En las instituciones no se impulsan procesos de aprendizaje social situando al joven como partícipe real en la apropiación personal de bienes materiales. No se promueve la efectiva proyección material de la personalidad. Se pretende reconfigurar la subjetividad sin respetar la unidad substancial del sujeto en materialidad y espiritualidad, en el sentido amplio de este último término. Se pretende una educación fuera de contexto, sin anclaje real, en el barrio concreto, desde las necesidades específicas del sujeto. Se busca, en el mejor de los casos, el aprendizaje de nuevas conductas en un contexto institucional cuyo déficit no está solo en su artificialidad, sino en su condición de trampa mortal: simula re-socializar para el desempeño en un medio que luego, en general, no existe para la mayoría de los supuestos resocializados.

No existen programas orientados -con la misma fuerza pública que se utilizó para privarlo de libertad- a lograr los recursos necesarios para cualificar su libertad. Es decir, para reparar los derechos sociales vulnerados de modo tal que -luego sí- exigir un comportamiento socialmente responsable. Los aparatos de control social formal priorizan la implementación de sistemas equivalentes a la vigilancia ambulatoria, dando por cumplidas sus responsabilidades institucionales. Puede detectarse alguna excepción pero, sabemos, ella no hace la regla.

Se trata de un planteo inconsistente desde la perspectiva teórica y perverso si se tiene presente que quien lo sostiene es una persona jurídica: el Estado. Y no lo sostiene por casualidad, sino fortalecido desde, por y para un discurso que dice comprender la incidencia de lo social en estas conductas ciudadanas conflictivas. Sin embargo, al momento de promover su trans-formación, escamotea precisamente la dimensión social de la solución.

¿Una casualidad? Seguramente, no. Aquí, más que nunca, lo social adquiere la forma de lo socioeconómico. Y este término, que no por casualidad es propuesto por Coraggio como alternativa a la disociación de, por un lado, lo social y, por el otro, lo económico, impone la discusión sobre temas de justicia distributiva. Llevado al lenguaje del Estado, impone la discusión respecto de los recursos presupuestarios.

Parafraseando a Carballeda, diremos, por último, que una política social es tal si y sólo si redistribuye recursos económicos. Si no redistribuye, no es política social.

Osvaldo Agustín Marcón