Los límites del gobierno, los deberes de la oposición
Por Rogelio Alaniz

Se sabe que el poder para funcionar reclama más poder. En su momento, las instituciones se diseñaron para poner límites a esta tendencia. La contradicción siempre está planteada entre quienes quieren apropiarse de mayores cuotas de poder y los que se esfuerzan por reducir esta pretensión. La dialéctica de oficialismo y oposición se entiende a partir de esta relación conflictiva, tensa, pero necesaria para que funcione una república democrática. Se sabe que ambos polos de la relación son indispensables. Los que mandan necesitan mandar porque, si no lo hicieran, se estarían negando a sí mismos y las consecuencias serían deplorables; los opositores deben establecer los límites, límites que las instituciones han prefigurado de antemano.

En la vida real esta relación es desprolija. Los opositores no siempre están a la altura de las circunstancias; el oficialismo, por definición, pretende gobernar sin controles. Pero debe quedar en claro que, para que una democracia funcione, importa que el oficialismo gobierne y que la oposición critique.

¿Contradictorio? Claro que lo es, y justamente esa contradicción es la que permite dar vida al hecho democrático. Cuando el oficialismo hace lo que se le da la gana, estamos en los umbrales de la dictadura. Cuando la oposición desaparece, ocurre más o menos lo mismo, ya que una democracia no es concebible sin una oposición que critique, que proponga alternativas superadoras y que se prepare para ejercer el poder en el próximo período. Es decir, que haga realidad el otro hecho indispensable para el funcionamiento democrático: la alternancia.

Los límites al poder no son una ocurrencia caprichosa de quienes pensaron en un orden moderno y civilizado. Una de las grandes preguntas que recorre la historia de la teoría política es cómo impedir que los gobernantes se transformen en déspotas. La otra gran pregunta es cómo explicar por qué es siempre una minoría la que gobierna a una mayoría. Se intentó resolver la primera cuestión a través de los controles institucionales, el régimen de división de poderes, la periodicidad en los mandatos y la vigencia plena de las libertades civiles y políticas. La segunda pregunta reclama respuestas más complejas y, así y todo, es posible que hasta la fecha no se haya logrado dar una solución satisfactoria.

Digamos, entonces, que en una democracia un gobernante debe mandar, pero no está autorizado a hacer lo que se le ocurra. La relación entre estas atribuciones y estos límites no se resuelve fácilmente, porque el ejercicio del poder recorre el conjunto del cuerpo social y el conflicto es una de sus manifestaciones inevitables.

Si es verdad que la tendencia de los gobiernos es excederse en el ejercicio del poder, sabiendo que para ello deben burlar o violentar los límites institucionales, se entiende por qué los gobernantes invocan porfiadamente el recurso de la excepcionalidad para concentrar más poder. Hoy nadie es tan torpe para decir, como Calígula, que le gusta el poder por el poder mismo. A esta pulsión se la justifica ahora en nombre de grandes ideales o grandes circunstancias: la patria, la crisis, el orden... Además, se aclara que todo esto es provisorio, que apenas se resuelvan estos grandes problemas todo regresará a la normalidad.

Juan Manuel de Rosas gobernó con mano de hierro durante veinte años en nombre del orden y aclarando en cada momento que todo esto era pasajero. Las dictaduras militares siempre dijeron que lo suyo era transitorio y, si mal no recuerdo, fue el general Onganía el que planteó que su supuesta revolución tenía objetivos y no plazos. Stalin, Hitler, Franco, Mussolini y hasta el propio Fidel Castro admiten que si las circunstancias lo hubieran permitido ellos con mucho gusto habrían gobernado de otro modo. Se puede concluir diciendo que hasta los dictadores más tenaces deben admitir que la dictadura o la concentración del poder no es buena y que, si se la justifica, es siempre en nombre de las llamadas circunstancias excepcionales.

Se supone que los políticos democráticos tienen una cultura que rechaza las tentaciones autoritarias o totalitarias. Sin embargo, la dinámica del poder suele ser mucho más fuerte que los escrúpulos institucionales, por lo que, de manera recurrente, intentan apropiarse de más atribuciones. Los motivos son siempre los mismos: el interés de la mayoría, la necesidad de ser más ejecutivos, la salvación de la patria, los rigores de la crisis económica.

La emergencia obliga a ser expeditivo y en su nombre se acepta el sacrificio de ciertos escrúpulos institucionales. Lo más grave es que la mayoría de la sociedad suele ver con buenos ojos estas decisiones, a tal punto que en el siglo XX toda dictadura ha sido por definición popular, en tanto fueron las mayorías, de manera activa o pasiva, las que admitieron los excesos de los gobernantes.

Las recientes decisiones institucionales tomadas por el gobierno de Kirchner deben ubicarse en ese contexto. Kirchner no es un dictador, no es un déspota, pero su manera de entender el poder lo acerca más al gobernante de corte autoritario que al gobernante democrático. Sus antecedentes en Santa Cruz fortalecen esta hipótesis.

De acuerdo con lo aprobado esta semana en el Congreso, el gobierno dispondrá de más recursos, más poder y más atributos, y todo esto lo ha logrado recortando o reduciendo a niveles decorativos el rol del Parlamento. Se dirá que el Congreso ha renunciado a hacer lo que le corresponde. Todo esto puede discutirse. Es verdad que los legisladores no están a la altura de las circunstancias. Pero, si esto fuera así, la crisis no se resuelve aplastando al Congreso o atropellando sus facultades. Porque cuando esto ocurre, se tiene el derecho a sospechar que existen sectores muy interesados en desprestigiar al Congreso para luego, en nombre de ese desprestigio, proceder a despojarlo de sus facultades.

Hay buenas razones para defender a este gobierno y considerar que, en más de un aspecto, su política es acertada. Pero, ninguna de estas consideraciones puede ser un justificativo para disculpar flagrantes violaciones institucionales o atropellos a la República. Este gobierno ha tomado decisiones correctas, pero en él hay arrebatos autoritarios, serias sospechas de corrupción y cínicas manipulaciones sociales.

De todos modos, no me preocupa lo que hace el gobierno, sino la debilidad de la oposición y, muy en particular, la debilidad de cierta prensa y ciertos periodistas e intelectuales que, en nombre de ideales más o menos prestigiosos o en nombre de ambiciones bastardas, callan lo que no se puede callar y consienten lo que no se puede consentir.

Dicho con otras palabras, el gobierno tiene la obligación de gobernar y está bien que así lo haga. Pero la oposición tiene la obligación de controlar y bajo ningún punto de vista puede renunciar a esa facultad.

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