Llaman...
Hay una ley de Murphy aún no enunciada: cuando te llaman, timbre, teléfono o lo que fuera, vos no estás en condiciones de atender. Dejá tu mensaje.

Es así de sencillo y cruel: cuando te tocan el timbre (es decir: tocan el timbre en la puerta de la casa, no vamos a prestarnos a ningún malentendido a esta altura del año -que ya está perdido- ni del partido -perdido por goleada-) o suena el teléfono, por lo general, uno no está en condiciones de atender. Popó, pipí, shampú, baño de inmersión, siesta destemplada y a pata suelta, o mero paseo al natural por las habitaciones, uno nunca puede atender rápido.

Esta regla de oro se cumple, además, cuando uno está solo en la casa y no puede ensayar ningún `Vayan a abrir la puerta', o `Atiendan el teléfono de una vez, carajo'. No, señor. Uno acaba de sentarse a reflexionar sobre los altos valores de la vida, en el baño y con el Billiken del nene o lo que fuera y allí, justo allí, suena el teléfono, o llega el sodero, que justo tiene la virtud de no venir cuando lo esperamos (aguantando, aguantando, que ya tiene que venir, y lo único que viene son ganas; del sodero ni noticias hasta que nos sentamos) y ahí sentimos la primera enorme contrariedad de estar en un lado y deber estar en otro.

Por lo general, siempre viene un llamado exterior a postergar tan estentóreo llamado interior. Hay gente que interrumpe y atiende. En mi caso, me comunico tan pocas veces con mi yo interior que, la vez que lo hago, respeto esa comunicación a ultranza. Así que pueden tocar el timbre, bajar la puerta, llamar todas las veces que quieran: yo no salgo.

Bueno: alguno de ustedes me dirá que para eso se inventaron los teléfonos inalámbricos, para que uno pueda llevarlo consigo al lugar de la casa que fuera. Para eso están también los celulares. (El llamado en la puerta es inapelable y todavía no tiene tecnología que lo reemplace; incluso el portero eléctrico, que puede filtrar personas y llamados no deseados, o permitirnos comunicar un púdico `Ya va' mientras buscamos una mallita, aunque sea, no es trasladable, por ejemplo, al baño). Está bien. Pero, no sé si me pasa sólo a mí (y no me lo digan tan así, que mi autoestima desciende varios metros debajo del nivel del mar) o qué, pero yo llevo el inalámbrico a todas partes, y en algún giro o actividad hogareña lo pierdo de vista, me dan ganas de ir al baño y, claro, ya instalado, ahí suena el muy maldito. Y supongamos que uno tiene el ánimo, la voluntad, el carácter, el espíritu indómito de la raza, la fuerza del inmigrante que se abre paso ante lo desconocido, y salgamos del baño, mojados, con champú en los ojos, promoviendo porrazos históricos; supongamos que interrumpimos incluso la comunicación interior, salimos desesperados a buscar el aparato y, por supuesto, no sabemos dónde corno lo dejamos, pues suena por ahí, por ahí, por ahí... Nos puteamos por no haber dejado nomás el teléfono fijo, que es incómodo, rencoroso, rinconero y todo lo que quieran, pero emocionalmente estable: uno sabe dónde está.

Yo ya tengo comprobado que todos los cadetes, los empleados de los diversos correos, los repartidores de algo, los que piden u ofrecen, todos, tienen un complot sideral contra mí: todos golpean o tocan el timbre cuando yo no puedo atenderlos. O tenés media cara afeitada, o estás haciendo yoga como viniste al mundo en el patio, o estás dormido soñando con que la mujer de tus sueños te toca el timbre... Ma qué mujer de los sueños. El tipo mide dos metros, tiene barba, voz áspera y limones, tío, limones baratos para venderte.

Yo ya me resigné a esperar el llamado en el momento justo en que no puedo atenderlo. No concibo que me llamen si no puedo estar vestido o dispuesto, o justo al lado de la puerta para contestar un "¿Sí...?" educadito y solícito. Ahí tienen este artículo. Abel, un lector de los buenos, me llamó para sugerirme el tema. Y, por supuesto, yo no estaba en condiciones de atenderlo.

Néstor Fenoglio

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