La vuelta al mundo
El desafío de Bolivia
Por Rogelio Alaniz

Con la ley de hidrocarburos el presidente Carlos Mesa tenía un problema; ahora, gracias a sus indecisiones, tiene dos problemas, y si todo sigue así, probablemente en el futuro tenga tres o cuatro. Por lo pronto el Congreso ha aprobado la ley y ha desconocido sus observaciones. Los sucesos han acrecentado su fama de pusilánime y hoy le desconfía la izquierda y la derecha, los indios y los blancos, los paceños y los autonomistas de Santa Cruz de la Sierra.

Si Mesa todavía se mantiene en el poder es porque el empate de fuerzas sociales es tan parejo que nadie se anima a plantear un cambio de escenario, en tanto se teme que si esto se produce todo va a empeorar. Para que no queden dudas al respecto, los principales dirigentes del MAS han dicho que no pretenden ni el cierre del parlamento ni la renuncia del presidente.

Los sectores conservadores y el establishment internacional critican la nueva ley de hidrocarburos con los argumentos de siempre: se desalienta la inversión extranjera, no se cumplen con los contratos, se cede a la presión demagógica. Los contratos que habrían vencido dentro de 36 años se firmaron durante las presidencias de Sánchez Lozada, Banzer y Quiroga. Las condiciones deben de haber sido muy leoninas como para que el actual presidente del Tribunal Constitucional, William Durán, considere que existirían posibilidades jurídicas reales de declarar la nulidad de los contratos.

La nueva ley de hidrocarburos no salió entre gallos y medianoche. Hubo un referéndum a mediados del año pasado en donde millones de personas se pronunciaron a favor de ella. Lo que la mayoría de los bolivianos plantearon fue, básicamente, la derogación de la ley anterior, refundar la empresa estatal YPFB, incrementar tributos y regalías a las empresas extranjeras, utilizar el gas para industrializar al país, emplear la renta para asegurar el desarrollo económico y social y, por último, que el actual potencial energético de Bolivia permita negociar una salida al mar.

El consenso a favor de esta ley es alto y sólo una minoría muy desprestigiada se opone a estos reclamos. Para los bolivianos lo que está en juego es la soberanía y la propia unidad nacional, ya que, como consecuencia de la crisis, la poderosa burguesía santacruceña está alentando la autonomía regional, y si esto se produce puede ser el principio del fin de Bolivia como nación.

Respecto a "las bondades" de la antigua ley, conviene recordar que las empresas petroleras pagan unos 14 millones de impuestos a las utilidades; con la nueva ley pagarían unos 300 millones de dólares. La cifra parece exagerada, pero no son exageradas las actuales pretensiones de los bolivianos, sino que lo exagerado fueron las condiciones leoninas firmadas por los anteriores gobernantes.

Por supuesto que las petroleras amenazan con juicios internacionales. Sin embargo, pareciera que los defensores de la nueva ley no se han apartado un centímetro de la legalidad. A quienes invocan que se modifican las reglas de juego firmadas en su momento, se les recuerda que la vieja ley nunca fue aprobada pro el Congreso, por lo que su constitucionalidad está en tela de juicio.

De todos modos, la batalla de los bolivianos por recuperar la soberanía sobre el gas no será sencilla. Las presiones internacionales son fuertes y en estos días un vocero de los organismos de créditos amenazó con recortar los fondos de cooperación internacional, amenaza que en caso de concretarse agravaría las condiciones de vida en un país cuyos niveles de atraso y pobreza son escandalosos.

El otro problema que se plantea es con respecto a lo que se debería hacer en caso de que las actuales empresas que explotan el gas se retiren. En política no sólo se trata de tener razón, sino también de diagramar alternativas superadoras. Nadie con un mínimo de buena fe puede oponerse a las pretensiones de soberanía de los bolivianos, pero Bolivia no es una isla y las presiones de los grupos económicos internacionales no se pueden subestimar.

Los propios dirigentes del MAS son conscientes de estos riesgos. Es por eso que han rechazado la nacionalización lisa y llana del gas, porque saben que necesitan de la asistencia internacional y que esa asistencia no es gratuita ni tiene fines benéficos. El interrogante que abre este tipo de conflicto no es nuevo, pero sigue sin respuesta: ¿qué hacer para asegurar la soberanía nacional? ¿Someterse a los dictados de las multinacionales? Los resultados están a la vista. ¿Rebelarse contra ellos? Las sanciones pueden ser tan altas que podrían llegar a provocar los mismos resultados que supuestamente se quieren corregir. Está claro que entre estas dos alternativas existen caminos intermedios que hay que descubrir, imaginar y aprender a recorrer.

Si la sumisión conduce a la miseria, y los bolivianos al respecto pueden exhibir las cicatrices que han dejado en su cuerpo la explotación salvaje de sus recursos naturales, y la rebeldía provoca castigos cuyos efectos agravan las condiciones de vida de todos, pero en particular de los más humildes, la alternativa no puede ser la de no hacer nada, sino la de encontrar un punto de equilibrio que permita resolver de manera satisfactoria para la nación los reclamos populares.

El desafío es alto y los resultados no están asegurados de antemano. Sin embargo pareciera que no queda otra alternativa que asumir los riesgos. Quienes durante años tuvieron en sus manos el destino de Bolivia no fueron capaces de refundar la nación sobre bases más justas y más modernas; no sabemos qué harán los que hoy pretenden asumir el poder, pero queda claro que es a ellos a quienes habría que darles una oportunidad para que hagan aquello que quienes debían hacerlo no lo hicieron porque no sabían o porque sus intereses estaban demasiado comprometidos con el antiguo régimen.

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