Fauna cadavérica de una ciudad sin ley
Por Nurbano Niriondo Ninada

La ciudad era algo así como la cuna de la legalidad, la madre de todas las leyes. Allí se había sancionado la Constitución del país; allí se habían puesto los cimientos jurídicos e institucionales del Estado entonces naciente. Y no sólo eso. Todas las modificaciones posteriores de ese texto fundamental para la existencia de un país moderno, se habían realizado en ese mismo lugar. Así había ocurrido desde 1853 hasta 1994; de modo que más de 120 años de historia constitucional la erigían en un santuario cívico.

Esa urbe era a la ley -que organiza la vida en sociedad-, lo que La Meca es al Islam, Roma a la Iglesia Católica y Jerusalem a las tres grandes religiones monoteístas. Sin embargo, a diferencia de estas ciudades sagradas a las que peregrinan los creyentes del mundo, a esta ciudad del interior de un país de Latinoamérica -donde todo había comenzado-, no iba casi nadie.

Una amnesia generalizada había borrado del conocimiento público su condición originaria y originante. Además, no era fácil llegar. Pese a que conservaba sus títulos históricos de capital del territorio, cada vez iba menos gente. Sólo dos vuelos llegaban por día; vuelos que para hacer bulto eran compartidos por los viajeros de otra ciudad. Por si fuera poco, también hay que decirlo, apenas arribados, los pasajeros se dispersaban rápidamente en distintas direcciones. En la ciudad quedaba poco y nada. Entre los pocos que se detenían a pasar la noche, solían contarse estudiosos de los procesos de degradación urbana a gran escala. Uno de ellos, pese a estar acostumbrado a este tipo de fenómenos, decía que pocas veces había visto una cosa así, una tan penosa dilapidación de un activo histórico único en esa región y en ese país que, dicho sea de paso, presentaba distintos focos de descomposición.

La ciudad de la ley se había convertido en una ciudad sin ley. Semejante cambio de polaridad cultural asombraba a los investigadores que llegaban desde distintos puntos del mundo. Algo hasta ahora inescrutable había producido una implosión moral que había aniquilado a los espíritus y quebrantado las voluntades. La mutación mostraba a los ex ciudadanos como zombies que vagaban sin rumbo y sin reglas por las calles abandonadas; deambulaban como fantasmas de sí mismos y no causaban temor sino pena. Ese cortejo de muertos vivos circulaba por las calles al atardecer cuando de pronto algo ocurrió. Así, al menos, lo cuenta un investigador extranjero que se encontraba apostado en una esquina para registrar las extrañas conductas de estas gentes.

Según su relato, las reglas urbanas se violaban con absoluta normalidad, cuando de golpe vio reaccionar a un agente municipal que en la ciudad bajo análisis llamaban "zorro gris" o simplemente "zorro". Ya había anotado esta peculiaridad en su libreta de patologías urbanas, porque le había llamado la atención el nombre popular que en la ex ciudad de las leyes le daban a un funcionario del Estado. Como sea, el estudioso registró la reacción del "zorro" que, como un repentino cazador y con sus ojos súbitamente encendidos, marcaba una presa que conducía un automóvil. Lo vio moverse con rapidez y anotar la patente, mientras una rara energía parecía insuflarle vida.

El investigador percibió el contraste entre esta reacción y la anterior pasividad, máxime porque segundos antes había pasado delante de sus narices una pequeña moto conducida por un padre de familia a quien acompañaban su mujer y dos hijos pequeños. El más chico iba sentado delante del padre sobre el tanque de nafta casi encima del manubrio; el otro parecía el jamón de un sandwich formado por los cuerpos de sus progenitores.

Pero eso no había sido todo; minutos atrás, un carro tirado por un matungo viejo con el cuero abierto en mataduras, había cruzado de contramano la bocacalle de la avenida. Para colmo, ni siquiera tenía los ojos de gato que su conductor había robado de los guardarraíles ubicados en una avenida que circunvalaba la ciudad, porque alguien a su vez se los había robado.

El estudioso de los fenómenos sociales que ocurren en la periferia del mundo estaba cada vez más impresionado. "Esto sí que es una anomalía", se dijo a sí mismo. Aun no sabía que en el seguimiento del caso se iba a encontrar con cuestiones todavía más extrañas. En efecto, más adelante supo que cuando el conductor que manejaba con una mano recibió la citación del Tribunal de Faltas del municipio por haber violado una norma de la ciudad sin ley, de inmediato había puesto el tema en manos de su abogado, profesional de los saberes legales que la ciudad privada de ley producía al por mayor.

Apenas recibió el encargo, el abogado se relamió por anticipado. Otra vez tenía servido en bandeja un caso fácil. A los pocos días, la Municipalidad fue notificada de la demanda de un vecino que conducía con una sola mano porque era manco, evidencia que el "zorro" no había advertido porque el auto en el que circulaba tenía vidrios polarizados prohibidos por la ley.

Pero al margen de este detalle irrelevante en una ciudad sin ley, lo importante era que se configuraba un caso de flagrante discriminación contra los derechos humanos del conductor manco, únicos derechos reconocidos sin contrapartida de deber alguno en esta ciudad de leyes cercenadas. Por eso la Municipalidad, luego de dilatar las cosas hasta el extremo, debió pagar una gran cantidad de dinero, que en rigor era el dinero de sus empobrecidos vecinos. Con esa suma, el demandante, que había sido humillado por carecer de medio brazo perdido en un viejo accidente de tránsito, se compró un nuevo auto importado con vidrios polarizados.

En la ciudad sin ley, la Justicia había determinado que la multa impuesta al violador de ordenanzas era una inaceptable afrenta a la condición humana. Conocido el fallo, los muertos vivos sonrieron en señal de aprobación mientras se imaginaban a sí mismos retozando con una libertad sin reglas en el camposanto legal de la ciudad que ya no era. Ninguno percibió que, aunque no tuviera un peso, iba a tener que pagar una parte de la sentencia. Y no se dieron cuenta porque sus cerebros se estaban pudriendo. A decir verdad, estaban más muertos que vivos.

Entre tanto, el investigador agregaba anotaciones en su libreta. Alguien que pasó junto a él consiguió atisbar el cabezal de una página en la que había escrito "Fauna cadavérica urbana" y debajo, entre paréntesis, "Especies adaptadas al proceso degradatorio". También pudo ver un fragmento de un cuadro clasificatorio en el que alcanzó a leer los tres primeros registros. Decían así: "malandras de amplio espectro operativo y notable adaptabilidad al ambiente necrosado", "zorros con severas mutaciones funcionales", "aves negras alimentadas con carroña estatal".