Confidencias
Vagabundeos

Salgo a caminar todos los días. No es un deber, no es una obligación, es un placer o, para ser más preciso, un ejercicio, pero no un ejercicio de los músculos sino un ejercicio del alma, un ejercicio exigente que reclama del desarrollo de facultades que se adquieren a partir de una exigencia extraordinaria, de una disciplina que reclama de nuestra parte una entrega total, absoluta.

Mis recorridos por la ciudad, mis caminatas aparentemente azarosas, no son los del aerobista. Como le dije el otro día a un amigo: no salgo a caminar para mejorar mi estado físico, sino para mejorar otra cosa que no está presente en los manuales de aerobismo; la salud que me preocupa no la pueden atender los médicos, lo que me importa no son los kilos de más que debería reducir caminando, sino las ideas o, para ser más preciso, las imágenes que perdería de recoger si no salgo a caminar.

Yo en realidad no camino, yo vagabundeo, lo cual no es exactamente lo mismo y estimo que no es necesario distraer la atención de nadie explicando la diferencia entre el caminante y el vagabundo. Digamos que a los caminantes es fácil distinguirlos y alcanza con pasar por la Costanera a ciertas horas del día para descubrir manadas de caminantes transpirando a la luz del sol; ahora bien: a los vagabundos urbanos no se los encuentra con tanta facilidad; es más si no se conocen ciertas claves resulta imposible descubrirlos.

Todos los días, incluso hasta cuando llovizna, salgo a recorrer al azar las calles de mi ciudad y siempre ocurre algo, siempre descubro algo: un amigo que hacía años que no veía, la sombra vacilante de un árbol sobre una pared que mira al este, una pareja de enamorados que conversan en el banco de una plaza, un hombre solo sentado a la mesa de un bar, la caída del sol y el juego de luces que por un breve instante centellea en el horizonte y, desde hace diecinueve meses (la cifra es importante, pero no viene al caso explicar por qué para mí esa cifra es importante) recuperar las líneas difusas pero certeras de un rostro, el sonido de una voz que se adelgaza hasta ser casi un suspiro, la luz de una sonrisa que se insinúa entre las sombras.

Caminar, lo que se dice una caminata en serio que merezca el nombre de vagabundeo, es uno de los actos más íntimos y privados que puede realizar una persona decidida a preocuparse en serio por su salud. Una buena caminata no necesita de la compañía de la radio, mucho menos de la compañía de otra persona; una buena caminata exige saber estar con uno mismo, aprender a conversar con uno mismo, tarea que en los tiempos que corren suele ser una de las más difíciles.

En realidad se camina para aprender a conocerse uno mismo y no para otra cosa, incluso el paisaje, lo que ocurre en el exterior es apenas un pretexto para lo más importante. El que no aprendió a esta altura de los hechos esta elemental verdad, no sabe lo que es caminar y tengo mis serias dudas de que alguna vez aprenda a caminar, a caminar en serio se entiende, a caminar como lo hacía, por ejemplo, mi amigo Tito, alguien que se había transformado, luego de grandes esfuerzos que llegaron incluso a deteriorar su salud, en un experto en el arte de caminar.

Al mismo amigo que en su momento le advertía acerca de las condiciones para salir a caminar, le decía que para un buen caminante las exigencias son puntuales: descartar un recorrido fijo, descartar alguna indumentaria especial y, muy en particular, de esos disfraces horribles y ridículos que se adquieren en las casas de deportes y, por el contrario, prepararse en serio, pero lo que se dice en serio (al punto de considerar que en ese momento no hay nada más importante en la vida que lo que se está haciendo), para aprender a estar con uno mismo, aprender a relacionarse con el paisaje y hacerse cargo de que el paisaje que distinguen nuestros ojos es de una manera compleja, lateral, difusa, pero evidente, una percepción de nosotros mismos, en tanto aquello que miramos a nuestro alrededor existe porque nosotros lo estamos mirando.

Aquellos que en nombre del realismo, o de lo que sea, objeten que el paisaje existe para todos con independencia de nuestra existencia, les digo que no me han entendido o están incapacitados para entender lo que importa, y entonces su problema ya no es salir o no a caminar, sino algo mucho más serio que yo, por el momento, aunque pusiera mi mejor buena voluntad, no podría ayudarlos.

Va de suyo, como les gusta decir a los abogados, que aquella arboleda que se distingue a lo lejos, o el agua que corre reflejando fragmentos de luces, puede ser registrada por un podólogo, un camionero, un oficinista, un ama de casa o un político, pero esa bruma que rodea la copa de los árboles, ese murmullo que surge del agua exige prestar la debida atención, exige aprender a reconocer lo importante, reclama talento para observar la belleza y, por qué no, aprender a distinguir o percibir (ésa sería la palabra más exacta) la poesía que se expresa en las cosas y que se manifiesta como poesía, en tanto alguien sea capaz de descubrirla, alguien que sea capaz de disponer de las condiciones necesarias para mirar lo invisible.

Ese golpe de vista sólo puede ejercerlo un poeta, un artista, alguien que ha habituado sus sentidos a mirar en la dimensión más religiosa de la palabra. Es como le gustaba decir a Flaubert: "Y hágame saber con una sola frase en qué se diferencia un caballo de alquiler de los otros cincuenta que lo siguen o preceden". Yo diría, sin ánimo de exagerar o de ser tomado por pedante o algo parecido, que la persona que no está en condiciones de responder a esa pregunta no puede por el momento pretender salir a caminar en serio por la ciudad.

Lucio N. Miranda

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