Toco y me voy
Cuidado con el cuco
El cuco tradicional no asusta más a nadie. Los pibes se han ido inmunizando y te miran con sobrador desprecio ante la posibilidad de un fantasma o algo por el estilo.

El otro día, en una fiesta de grandes en que los chicos, vencida la cautela o vergüenza inicial (si es que existen hoy ambas), buscaron el patio para jugar, me asombré ante el reclamo de mi hija: "papi, vení que estamos cocinando al cuco". Me preocupé ante un posible caso policial y fui corriendo hasta el patio, donde los pibes habían armado con piedras, pastos y palos una parva indefinible en que, aparentemente, ardía el cuco. Parecía una especie de macumba o rito pero los pibes la pasaban fenómeno y venían luego a dar cuenta de los progresos parciales de la faena: le sacamos las tripas, le cortamos los pies, entre otras prácticas: vienen desinhibidas las criaturas.

En nuestra época, el cuco era una institución activa: ni venerable, ni vetusta, ni de museo, ni siquiera parte de la oralidad. El cuco era real, y su sola mención servía para recuperar posturas, alinear a la tropa infantil, subordinar a los rebeldes y convertir a los traviesos y a los paganos. Un buen cuco colocado a tiempo nos volvía temerosos de dios, buenos chicos nuevamente, disciplinados y no los energúmenos vociferantes y embarrados que todo el tiempo de la infancia fuimos.

Recuerdo una oportunidad en que burlamos el cerco imperativo de la siesta y jugábamos en patota en el patio de alguno. Al padre de alguno se le ocurrió la feliz idea de aleccionar a los revoltosos, que andaban trepados a los naranjos propios y ajenos, o correteando por ahí comiendo pisingallo, kinotos, nísperos calientes (y háblenme después de diarreas estivales...), y nada mejor que improvisar un fantasma de verdad. Se apareció por el pasillo envuelto en una sábana (esas sábanas pesadas de antes, y no los evidentes trapitos transparentes de ahora: íahí abajo podía de verdad haber no uno sino varios fantasmas!) y ululando para el espanto de todos. No quedó ni el loro, asustadizo igual que nosotros. De golpe todos dormimos la siesta por unos cuantos días y chito la boca, pues ni entre nosotros hablábamos del tema, ya que el julepe duraba con más fuerza que la referida diarrea de robada fruta caliente...

Ahora los pibes estaban destripando al cuco, que perdió prestigio por completo. "Más vale una víbora, una buena araña" decían los inimitables Les Luthiers para reemplazar el anticuado cuco.

Y luego, los dibujos animados de Casper, el fantasmita amigable, o una serie de fantasmas y ánimas torpes, más el progresivo reemplazo de esas formas primitivas de asustar por monstruos más repulsivos y prácticas más prosaicas, groseras y hasta escatológicas, pusieron fin al cuco infantil.

Los cucos o fantasmas tenían también como aliado el entonces eficaz viejo de la bolsa: hoy los pibes ven tantos linyeras a diario en vivo y en directo, y por televisión, que mal puede asustar a nadie un pobre hombre acarreando una bolsa.

Otra variante admonitoria era la de "los húngaros" (y antes que la Embajada de Hungría me demande quiero decir que en ese momento querían referirse a "los gitanos" que todavía hoy recorren los pueblos con sus artes de vendedores, adivinadores y anexos y sus mujeres de coloridos ropajes) que lo iban a llevar a uno, pobrecito, vaya saber a qué sitio lejos de los afectos y los amigos. Una crueldad.

La variante adolescente y maliciosa tenía que ver con la solapa entrerriana (una especie de sombra ominosa que viene avanzando por las cuchillas y lomadas) o el pombero del monte chaqueño: ambos embarazaban a los jovencitas.

Ahora los vagos sólo se asustan si le cortás la cuota mensual, los dejás sin Internet o le negás el celular prometido: hay que ser jodido para asustar a la gente de esa manera.

Texto: Néstor Fenoglio[email protected]: Luis [email protected]