Confidencias
Fuego
Por Lucio N. Miranda

Fue en abril, un lunes de abril de 1972 para ser más preciso; yo había llegado al Comedor Universitario, que entonces funcionaba en bulevar, y mientras esperaba en la cola que se extendía hasta 4 de Enero, un amigo se acercó y me dijo que acababa de enterarse a través del diario que el domingo Miguel había tenido un accidente con un calentador y que estaba internado en el Hospital Cullen.

Yo estaba preparando una materia para rendir en el turno de mayo y hacía dos o tres noches que no dormía porque entonces por hábito, por vicio o por lo que sea, estudiábamos toda la noche, y recuerdo que esa noche había decidido ir al comedor para salir del encierro, conversar con alguien que no fuera mi compañero de estudio y, de paso, comer algo diferente a las galletitas de agua y los mates amargos.

Apenas me enteré de la noticia presentí que tratándose de Miguel existían posibilidades muy ciertas de que no se tratara de un accidente sino de un acto deliberado, y que la internación en el Cullen era por algo mucho más grave que una inocente quemadura.

Oscurecía, y a pesar del hambre y del cansancio, decidí ir hasta el hospital o, mejor dicho, lo decidimos, porque en el comedor universitario estaba Juan, su amigo desde hacía muchos años, el amigo con quien, precisamente, ese fin de semana habían discutido y casi terminaron a las trompadas en una tenida de vino en el barcito que entonces funcionaba en la esquina de bulevar y 1° de Mayo, el lugar en donde yo lo había conocido a Miguel hacía tres o cuatro años, uno de los escenarios de sus borracheras, de sus divagaciones y monólogos hasta la madrugada, el lugar en donde el último sábado a la noche habían discutido con Juan, aunque después salimos caminando por la vereda norte en dirección a Urquiza, los tres en silencio o, mejor dicho, ellos dos, porque yo, que tenía seis o siete años menos que ellos, casi no contaba, salvo en mi condición de discípulo aventajado y, como iba diciendo, nos separamos en la esquina de Urquiza y bulevar y, recuerdo, Miguel había intentado darle un apretón de mano a Juan y Juan se había negado dejándolo con la mano tendida, un rechazo que Miguel en cierta manera creyó merecido porque cuando se ponía así creía que todas las ofensas y humillaciones que recibía las merecía, por lo que, después de decir que lamentaba haber perdido a un amigo más, lo vi cruzar bulevar y hasta el día de hoy no me olvido de su figura, de sus pantalones grises, de su eterno saco de corderoy azul, caminando en dirección al sur, una imagen que mantengo a pesar de todos los años que han pasado, porque, quiero creer, de alguna manera extraña yo ya estaba pensando que esa sería la última vez que lo vería, por lo menos con vida.

Como les iba diciendo, salimos del comedor universitario con Juan y tomamos el colectivo en la esquina y nos bajamos frente al hospital. Cuando llegamos al hospital, cruzamos el hall, caminamos por una de las galerías hasta el cuarto en donde un enfermero nos había dicho que estaba internado. No hizo falta que algún médico nos dijera lo que había ocurrido para saber que la situación de Miguel era desesperada, por lo menos esa fue la sensación que tuvimos cuando su madre, una mujer silenciosa, siempre vestida de negro, nos abrazó sin decir palabra pero con los ojos inundados por las lágrimas.

En la sucesión de imágenes que conforman los recuerdos, lo que sé es que cuando ingresamos a la sala nosotros ya sabíamos que Miguel estaba condenado, que las supuestas quemaduras inocentes que mencionaba el diario eran quemaduras de tercer grado en el ochenta por ciento del cuerpo y que en esas condiciones nadie podía seguir viviendo más de dos o tres días, ni siquiera Miguel.

Según nos alcanzó a contar uno de los hermanos, el domingo a la siesta Miguel estaba en su casa, en su cuarto -el lugar en donde estudiaba y en donde se quedaba a dormir cada vez que se peleaba con su mujer- ubicado al final de la galería, escuchando el partido de fútbol, creo que Colón jugaba contra Boca, cuando en cierto momento, según cuenta la madre, se apareció en la dormitorio matrimonial que daba sobre la calle, transformado en una tea humana y después de ofrecer ese espectáculo a su mujer, con la que acababa de discutir y decirle que no iba a ir a almorzar a la casa de sus suegros porque el no celebraba el aniversario de su fracaso, seguramente no pudo soportar el dolor y se dirigió al baño en donde no se le ocurrió nada mejor que meterse debajo de la ducha que, según los entendidos, es lo peor que se puede hacer en esas circunstancias.

Nunca me voy a olvidar de esos tres o cuatro minutos que estuve con Miguel, y nunca me voy a olvidar porque fue la única que estuve con alguien que me reconocía y pronunciaba mi nombre cuando yo sabía, como lo sabíamos todos, que se iba a morir, que no había ninguna posibilidad de salvarse, que se iba a morir y que, además, eso era lo que él deseaba, lo que había deseado hacer desde hacía muchos años, lo que había repetido que iba a hacer en innumerables borracheras y que todos tomábamos más o menos en broma porque entendíamos que Miguel, que se empecinaba en destruir su salud y su talento con el alcohol y las anfetaminas, nunca llegaría a dar ese paso y nunca dejaría de estar con nosotros, con su sentido trágico de la vida pero también con su humor y su inmensa, rara y estremecedora inteligencia.

Miguel estaba allí, tapado por las vendas como si fuera una momia, definitivamente condenado y, sin embargo, con ganas de darnos la mano y hasta de hacer chistes, tirado en la cama mirando a cada uno de los que lo visitaban sabiendo que se estaba despidiendo, sabiendo que se moría, pero con ganas todavía de seguir siendo él mismo, altanero, orgulloso, soberbio y lúcido hasta para aceptar la muerte con la misma entereza y coraje que tuvo en el momento en que, solo en el cuarto, tomó la botella con kerosén y fue derramando su contenido sobre la camisa, el pantalón, el pelo, la cara, los brazos...

Cuando salimos a la calle ya era de noche y yo sabía que a los veinte años acababa de vivir la emoción más intensa de mi vida y que ahora en lugar de irme a estudiar me iría a algún bar, tal vez el de bulevar y 1° de Mayo, para tomar un vino y mirar en el viejo y desgastado espejo que estaba frente a la barra mi imagen, sabiendo que de aquí en más ya no habría compañía, que debería aprender a arreglármelas solo porque Miguel, mi amigo, mi padre, mi maestro, me había abandonado.

Lucio N. Miranda