Insólito festejo de militantes antisistema

La renuncia de Fernando de la Rúa a la presidencia de la Nación en diciembre del 2001 merece diferentes evaluaciones. Habría que decir, en principio que, en lo personal, el ex presidente fue víctima de sus propios errores, de sus incoherencias; en definitiva, de su incapacidad para asegurar la gobernabilidad.

Como ningún análisis histórico puede reducirse exclusivamente a la cuestión personal, es necesario destacar que la gestión del gobierno de la Alianza se desarrolló en el contexto de una crisis profunda que puso en evidencia no sólo los límites de la Convertibilidad, sino también los límites de un modelo de acumulación fundado, entre otras cosas, en el endeudamiento externo e interno y la consiguiente especulación financiera.

El gobierno de De la Rúa es responsable por no haber sabido dar respuesta a la crisis o no haberla previsto en su profundidad. Su fracaso es también el de una opción política que votó una mayoría determinada y, de alguna manera, es el fracaso de los argentinos, ya que todos -quien más, quien menos- pagamos un precio alto por este fracaso.

De la Rúa no fue un accidente desgraciado en nuestra historia o el producto de una imposición. Llegó a la presidencia después de haber ganado su interna primero, y luego, la elección general. Y su propuesta de continuar con la Convertibilidad fue una de las claves del triunfo sobre Duhalde.

El primer gabinete del gobierno de la Alianza estuvo integrado por los dirigentes más prestigiados de su momento: Terragno, Storani, Fernández Meijide, López Murphy. El propio De la Rúa era el dirigente que más victorias electorales había obtenido y su imagen pública era impecable.

En dos años, todos esos buenos augurios se derrumbaron estrepitosamente. La erosión fue al comienzo lenta y progresiva, en tanto que el desenlace se produjo con bastante rapidez.

Los analistas ubican como punto determinante de la caída la crisis provocada por la renuncia del vicepresidente Carlos Alvarez. Otros aseguran que De la Rúa fue saboteado por sus propios correligionarios. Algunos opinan que se debería haber dejado a López Murphy en Economía o que fue un error convocar a Cavallo.

Todo es discutible, pero esas manifestaciones políticas no fueron más que las expresiones periféricas de una conmoción profunda, que ponía en evidencia la fragilidad política de la Alianza y de sus dirigentes.

De seguro, los historiadores desentrañarán en el futuro aspectos enturbiados por la agitación del momento. Pero lo que está fuera de duda es el fracaso que culminó con un estallido social, la renuncia del presidente y la profundización de la crisis nacional. Atendiendo a estas consideraciones, no se entiende la actitud de los grupos contestatarios que en estos días convocaron a festejar la renuncia de De la Rúa.

Desde una perspectiva democrática, es inexplicable que alguien festeje un fracaso institucional. Esta actitud sólo es comprensible desde una lógica antisistema, postura que la Constitución penaliza en su articulado y que la enorme mayoría del país rechaza política y moralmente.