El esquema fiscal de la República

La decisión del gobierno de no modificar el esquema fiscal en este año expone una firme y saludable determinación para sostener el superávit de las cuentas públicas, indispensable para la sustentabilidad del crecimiento económico. Pero, al mismo tiempo, expresa una riesgosa manera de hacer política y construir poder.

Hace bien la administración federal en preservar el superávit fiscal después de años de irresponsabilidad, de gastos por encima de los recursos. Después del default, el país vuelve a la normalidad y sus cuentas expresan la salud que necesita quien busca convocar inversiones productivas, indispensables para que la oferta de bienes y servicios se incremente y las presiones inflacionarias de la demanda se distiendan.

Sin embargo, la forma con la que el gobierno sustenta el esquema impositivo genera dificultades a quienes más aportan. El campo, a través de las retenciones y a pesar de la gran inversión que realiza para sostener la productividad del suelo, es un ejemplo remanido de un sector que no tiene voz ni voto siquiera para sugerir sus necesidades.

Por estos días, es el turno sindical de las tensiones. Un polémico criterio para establecer el mínimo no imponible de Ganancias entre los asalariados ha movilizado la inquietud de la CGT e incluso de algún particular que acudió a la Justicia porque entiende que es injusto pagar impuestos sobre ingresos que no alcanzan para una vida digna.

De igual manera, el sostenimiento del distorsivo impuesto sobre las transferencias financieras produce las quejas de los sectores del comercio de bienes y servicios, que tampoco encuentran en la administración gubernamental un canal de diálogo para hacer escuchar sus legítimos intereses y requerimientos.

Desde la perspectiva fiscal, todas estas materias pueden tener razones a uno y otro lado del mostrador. Pero en todos los casos, se evidencia con claridad que el Poder Ejecutivo dibuja un presupuesto con recursos subvaluados para manejar con discrecionalidad el superávit; somete al Poder Legislativo a ejecutar su voluntad sin darle la oportunidad de debatir -y eventualmente mejorar sus propuestas-, y gobierna por excluyente voluntad, sin intentar siquiera construir consenso con los actores sociales y productivos que son, en definitiva, la razón de ser del país.

Este modelo vertical del poder se expresa no sólo a la hora de recaudar sino también a la hora de invertir los recursos del Estado. Las provincias, como los actores económicos y sociales, también se han sometido a un menú fijo decidido por la Casa Rosada, sin las opciones a la carta que la democracia debería ofrecer a la hora de debatir qué prioriza el gobierno, en un país cuyos recursos son siempre más escasos que sus necesidades.

Al país fiscal, como al político, le hace falta consenso. El voluntarismo puede resultar saludable cuando es bien ejercido en tiempos de crisis. Pero cuando hay tanta recaudación es difícil fundamentar por qué se gobierna con mecanismos extraordinarios.