III
No me digas "Salud", corazón malvado, sigue de largo.
"Salud", para mí, es que no te acerques.
XX
Al amanecer incinerábamos a Melanipo y al ponerse
el sol la virgen Basilo se dio muerte
por propia mano, pues no soportó la vida
después de haber colocado a su hermano
en la pira. Doble mal vio la casa de su
padre Aristipo, y toda Cirene se entristeció
viendo vacía la casa dichosa en hijos.
XXI
Tú, quienquiera seas, que pones el pie junto a mi tumba,
sabe que soy hijo y progenitor de Calímaco de Cirene.
Tal vez conoces a ambos: uno mandó soldados de su
patria; el otro cantó más fuerte que la envidia.
No haya indignación: cuando las Musas miran a un niño
con ojos nada torvos, no dejan de amarlo aun canoso.
XXIII
"Adiós, Sol", dijo Cleombroto de Ambracia,
y desde lo alto de la muralla saltó al Hades.
No conocía ningún mal digno de muerte, pero había
leído un solo texto de Platón sobre el alma.
XXV
Juró Calignoto a Yonis que jamás tendría
un amante o una amante mejor.
Juró. Pero bien dicen que los juramentos
de amor no llegan a oídos de los inmortales.
Ahora es abrasado por un fuego varonil, y la pobre
muchacha, como los megarenses, ni cuenta ni consideración.
XXVI
Tuve con poco una breve vida, y no obré
nada terrible ni cometí injusticia. Tierra amiga,
si Micilo aplaudió algo vil, no le seas
leve, ni vosotros, genios que me tenéis.
XXVIII
Odio el poema cíclico, y no me complace
seguir el camino de la multitud;
detesto también al amante promiscuo y no bebo
en la fuente: me repugna todo lo público.
Lisanias, sí, tú eres hermoso, hermoso -pero antes que Eco
lo repita claramente, alguien dice: "Es de otro mozo".
XXX
Desgraciado Cleonico tesalio, no, por el sol radiante,
no te reconocí. Miserable ¿qué te ha pasado?
Ya no eres más que hueso y pelos. ¿Acaso te posee
el mismo demonio que a mí, te topaste con el arduo destino?
Lo sabía: el hermoso Euxiteo te atrapó, pues también tú al entrar,
oh desdichado, al bello lo devoraste con los ojos.
XXXI
El cazador, Epicides, busca siempre en la montaña
cada liebre y la huella de cada ciervo
en medio de escarcha y nieve. Pero si le dicen:
"Ea, ahí está herido el animal", no lo toma.
Así mi amor: sabe perseguir lo que huye,
y pasa volando sobre lo que está delante.
XL
Sacerdotisa en otro tiempo de Deméter, también de los Cabiros,
y más tarde, oh buen hombre, de la diosa del Díndimo,
envejecí y ahora soy ceniza (...)
yo, que fui protección de muchas mujeres jóvenes.
Tuve hijos, dos varones, y cerré mis ojos
de feliz vejez en sus brazos. Vete en paz.
XLI
La mitad de mi alma todavía respira, la otra mitad
ya no sé si Eros la raptó, o Hades, pero está desaparecida.
¿Acaso se ha marchado nuevamente hacia algún muchacho? Lo dije
muchas veces: "Jóvenes, no reciban a la fugitiva".
Mas no me han hecho caso y sé que vaga por allí,
ella, la apedreada, la perdidamente enamorada.
XLIII
El extranjero tenía una herida oculta; qué doloroso
suspiro brotó (¿viste?) de su pecho,
cuando bebió la tercera copa y, deshojándose,
cayeron al suelo las rosas de su corona;
se abrasaba. Por los dioses, no sin razón
lo expreso figuradamente: ladrón, aprendí las huellas del ladrón.
XLIV
Hay algo oculto, sí, por Pan, aquí hay algo,
sí, por Dioniso, fuego bajo la ceniza.
No me atrevo: por eso, no me abraces. Muchas veces
un río socava a escondidas la muralla.
Y temo, Menéxeno, que ése que se desliza
sigilosamente me arroje al amor.
LVIII
¿Quién eres, oh náufrago extranjero? Leóntico encontró tu cadáver
aquí, sobre la playa, y lo cubrió con este túmulo
llorando por su propia vida mortal, pues él no está
quieto y viaja como la gaviota por los mares.
LXIII
Que duermas, Conopion, como a mí me haces
dormir, así junto a estas puertas heladas.
Que duermas, injustísima, como al amante
haces dormir, pero ni en sueños te topaste con la piedad.
Los vecinos se compadecen, tú ni en sueños. Tan pronto
como tu cabello encanezca recordarás todo esto.