Todo el año, carnaval
Sevilla reúne cada uno de los elementos que definen lo típicamente español, pero tiene también sus singularidades. Una de ellas es su gente, que hace de esta ciudad un eterno carnaval.

MILAGROS ARGENTI

Como toda ciudad ibérica que se precie, la capital de la región de Andalucía tiene su plaza mayor, su catedral imponente, su antigua residencia real, su barrio de calles estrechas y dos monumentos-símbolo. El primero de ellos es la Torre de Oro, que debe su nombre a los reflejos dorados irradiados por sus azulejos. Su principal encanto está en su contexto: la costanera del río Guadalquivir, una soleada peatonal bordeada por pequeños pilotes y árboles. Como en nuestra ciudad, en la costanera los sevillanos descansan sus domingos, aunque con un privilegio adicional: ellos pueden purgar su calor en los bares flotantes montados en las embarcaciones de la orilla.

El segundo monumento-símbolo, la Giralda, es una torre culminada por un campanario con una inmejorable vista panorámica de la ciudad. Su único acceso es por el interior de la catedral, la tercera en dimensiones de todo el mundo. Ambas están situadas en la plaza Virgen de los Reyes, que si bien tiene poco de majestuosa, su luminosidad, su condición de epicentro de la vida cotidiana y su pintoresco farol central provocan al dejarla una extraña sensación de nostalgia.

Ambas construcciones fueron erigidas por los musulmanes, la Torre de Oro como protectora de la ciudad y la Giralda como edificio principal de la mezquita mayor. Los moros habitaron Sevilla durante igual tiempo que los propios españoles: desde el siglo VII al XIII; juntamente con ellos vivieron numerosos judíos y previamente a ambos lo hicieron los tartessos. Es esta confluencia la que define la región y su metrópoli, atravesando a cada uno de sus residentes. La mismísima Enciclopedia Británica lo reconoce: "Andalucía fue colonizada desde la antigüedad por las más diversas razas y culturas del área mediterránea, lo que ha conferido a su gente un peculiar sentido de la vida y una genuina y profunda personalidad".

Teresa y la Tierra

Para Santa Teresa de Ávila, Sevilla estaba "tocada por la mano del diablo". Quizás por sus personajes legendarios, que hablan de un pasado pecaminoso: de su puerto partió alguna vez Don Juan para conquistar a las europeas, y en su antigua tabacalera (hoy sede de la Universidad de Sevilla) la Carmen de la ópera de Bizet intentó dirimirse entre Don José y Escamillo. Sin embargo, los personajes anónimos de la Sevilla actual tampoco se privan de los placeres terrenales; por el contrario, su proceder es típico de una fiesta carnavalesca medieval.

El célebre lingüista Mijaíl Bajtín describía esos eventos anuales del medioevo como "formas de la vida misma, que no eran simplemente representadas sobre un escenario, sino vividas". En ellos, sigue, "todos eran iguales y reinaba una forma especial de contacto libre y familiar entre individuos normalmente separados en la vida cotidiana por las barreras infranqueables de su condición, su fortuna, su empleo, su edad y su situación familiar".

El sevillano parece vivir en esas formas permanentemente. Así, uno puede encontrarse en sus calles con un cuadro que para Teresa rozaría lo sacrílego: en plena puerta de la iglesia de San Francisco, cientos de ciudadanos transcurren sus medias mañanas tomando cerveza de parados, mientras unos ajetreados empleados recogen los vasos de uno y otro bar aledaño para volver a cargarlos. Incólumes ante la presencia del templo, artesanos, comerciantes, universitarios y niños beben, comen, charlan animadamente, ríen a carcajadas, fuman a borbotones.

Por la noche, la fiesta tiene un sello particular. La muchedumbre se amontona en los desprolijos tablones de un acogedor tablao para ver cómo tres morochos de rasgos muy definidos musicalizan con palmas, voces entrecortadas y una guitarra agonizante a una niña que se mueve como no lo hará jamás la mejor alumna de cualquier excelentísima academia local. Allí también se bebe, se fuma, se ríe y se presencia un espectáculo, pero un espectáculo que no es más que el rito principal de algo que excede con creces nuestras convicciones. Porque el flamenco no es un folclore vociferado por un grupo de fundamentalistas gitanos, es un estilo de vida que impregna los usos y costumbres de la ciudad entera. De ahí que los sábados ciertas mujeres recorran las calles peatonales con sus vestidos a lunares y sus peinados tirantes apuñalados por flores rojas. Para nuestras mentes huérfanas de apego a la tradición pueden parecer disfrazadas, pero no lo están. Están vestidas para el fin de semana según nuestro mismo criterio: con sus mejores atuendos.

Charo y el sol

Charo, la dueña de un hostal, tiene su propia explicación para las costumbres sevillanas: "Es por el clima. ¿Habéis visto que los andaluces siempre están de buen humor? Eso es porque aquí siempre hay sol. Cuando hay sol se bebe, se charla". Y remata, con todo el acento andaluz del que es capaz: "Porque aquí se trabaja mucho pero también se disfruta mucho".

Charo es un perfecto ejemplo de esa alegría de sol. Además de cuidar el negocio, esta regordeta con ojos de cielo se enfunda diariamente en su bata blanca para bañar, alimentar y recostar la senilidad de su madre. Y lo hace sin quejarse, insuflada de amor por esa persona que alguna vez fue este nuevo ser que hoy tiene a su lado. Así, en circunstancias en que muchos maldecirían a la vida, esta andaluza le pone el pecho y le zampa una sonrisa que demasiado a menudo explota en carcajada. Sin embargo, su hipótesis de que los sevillanos dependen de las ocurrencias del tiempo para ser felices no parece del todo correcta. O al menos no es eso lo que se manifiesta a los ojos del visitante ocasional. Lo que sí se manifiesta es una idiosincrasia del disfrute, un modo de sentir desde lo festivo, una manera de convivir con el mejor de los desparpajos. Un carnaval medieval, pero sin principio ni fin.