María Luisa Lelli
Profesionales, urbanos, locuaces, informados, neuróticos, psicoanalizados. Frente a la cama o sobre ella. En sesiones de terapia en las que la catarsis se amplifica. Juntos y separados al mismo tiempo. Así se expresan y conviven él y ella, uno dentro del otro. Entre lo que se dice, lo que se oculta y lo que duele. Y en ese enjambre de pensamientos, que explotan en las palabras, también habita el amor.
Justo allí, donde la convivencia se fortalece mientras se quiebra ante el poder de la rutina, toma posición la trama de "Ella en mi cabeza", la comedia teatral que el pasado sábado llegó al escenario del Centro Cultural Provincial -ante una sala repleta- para demostrar, entre otras cuestiones, que la capacidad interpretativa de Julio Chávez es extraordinaria.
Su personaje, Adrián, es el eje vertebral de esta pieza escrita y dirigida por otro actor, Oscar Martínez. Su compañera, Laura, una joven mujer, de cuyo rol se encarga Natalia Lobo, es la única razón de sus desvelos, obsesiones y somatizaciones.
Un tercer personaje se interpone entre los pensamientos de él y la representación de ella, al tiempo que oficia de árbitro en una contienda que no aspira a resolverse, sino, más a bien, a manifestarse, a tener condición de posibilidad. A ese compromiso lo encara Juan Leyrado, al asumirse como el analista de Adrián. Para ello, ofrece oficio en la escena y hace gala de una actitud que, al igual que la totalidad del discurso construido por Martínez, convoca permanentemente a aquellas postales neoyorquinas en las que el humor se revela en diálogos sostenidos. Interpelaciones de respuestas inmediatas, en las que los silencios hablan sin dar espacio a las fisuras.
"Hubo una época en la que me gustaba verla dormir. Ahora me desvela", se queja ante la platea el personaje de Chávez. Su interlocutor directo es el analista Klimovsky, frente a quien la catarsis no da tregua. Aunque es ella a quien le habla, de quien se queja, a quien necesita, de quien depende desde hace diez años. Es la opinión de ella la que vive en las palabras de él, como la voz de la conciencia que gana espacio en cada sesión de terapia, y en el dormitorio.
Tales son los únicos dos contextos que, gracias a una estética simple -la escenografía sólo consta de dos sillones, una cama y dos lámparas-, potencian el texto tanto como las luces blancas y los timbres que marcan el ritmo escena tras escena.
Y en ese devenir, el público se presta a la risa. Sin dejar de pensar en cuán identificado puede sentirse.