ANOTACIONES AL MARGEN
El visitante en el purgatorio
Por Estanislao Giménez Corte - [email protected]

I

El visitante descansa en el purgatorio. No se ha esforzado por convencer a nadie de una fe que no posee. Una vida extraña lo define, harto difícil de juzgar tanto por las huestes celestiales como por los enviados del fuego lacerante. No lo motivan su posible elevación o la antaño temible caída al lugar que llamó infinito. En su afán por paliar la espera insondable, memora sus años de obseso lector e intenta, sin fortuna, imaginar a los autores actuales. Un único problema lo atosiga: la persistencia de su ceguera que -aún allí- lo acompaña. Ángeles y ánimas degustan sus historias y versos, y le exigen un gesto para que Dios lo tenga en cuenta. También lo frecuentan demonios, tentándolo. No todos comparten su mesura. Un coterráneo, Julio de Bruselas, hastiado de ese sitio híbrido, decide entrevistarse con Santo Tomás. Pronto lo convence el genial gordo: no le habla de gracias, méritos o bendiciones. En el cielo, a la diestra de Dios, dice, hay una biblioteca infinita, literalmente infinita (se pregunta Julio si Dios ha incluido a los "poetas malditos"). El visitante recibe con indescriptible sentimiento esa noticia.

II

Informado sobre las proezas de un ser que conmueve con palabras, Dios lo conmina a alegrar a los aburridos ganadores de la vida eterna, y le dice que Él le dará nueva vista. Con excitación inenarrable, el visitante acepta. Ver, empero, produce en él una paradoja: pierde el gozo de recitar y abandona los juegos de memoria y narración. La biblioteca milagrosa lo absorbe por completo. Un ángel lo alerta por faltar a la misión de alegrar al poblado cielo. Llega hasta Dios la manifestación de la molestia por su incumplimiento. Ante un ángel, alude el cuestionado visitante que la ceguera y tantos años de purgatorio han resultado en el olvido de los versos. Más sabe Dios que éste no está interesado en contar historias sino en leerlas. El Eterno, no sin dolor, lo regresa al purgatorio. Razona el visitante que no existe resistencia útil, pero sí una desesperación posible: con inusitada juventud se arroja sobre un estante de la biblioteca e intenta arrancar algún volumen para llevárselo consigo. Consigue asir algunas páginas y se desvanece, o lo que haya hecho Dios en él.

III

Sorprendido comprueba el visitante, ya en el purgatorio, que conserva la vista. Siente la textura de las páginas que con escéptica picardía ha hurtado. Dos páginas, tres, se concentran en su puño; las suficientes, piensa. Con lento deseo y alguna esperanza las despliega. Percibe, con el sabor de una venganza del Innombrable, un texto de un santafesino menos que menor. Lo lee, con desinterés primero, resignada ira después y sorpresa luego. Las páginas son mías, que no he leído con delectación a los clásicos y no he sabido rendirme a las plumas del siglo XVIII. Pero sí he admirado a Borges, que leyó con fruición y fanatismo las obras de aquéllos y de alguna forma fue cada uno de ellos. El texto refleja, vagamente, penosamente, la obra inmensa de Borges y a través de ella, las de Flaubert, Proust, Cervantes, Dante, Homero, Conrad y Shakespeare. Entiende el visitante, Borges, que Dios le permite ese texto porque allí está lo que su genio produjo: que cientos de miles, temerariamente, se sumerjan en el misterio de la escritura. Conmocionado, abreva en tan magra forma y lee allí a todos los autores, y agradece a Dios y vuelve al cielo. No sabemos si ciego.