Analisis
Exclusión simbólica de los adultos mayores
Por Enrique Valiente Noailles. Especial para la Red de Diarios (*).

En ambos extremos de la vida humana se ven los derechos particularmente vulnerados. En el inicio de la vida, los niños carecen de las condiciones de igualdad de oportunidades que nuestras sociedades deberían garantizarles. Esta injusticia inicial amplifica luego sus efectos a toda la vida adulta, ya que una desventaja importante al inicio torna muchas veces irreversible esa condición para el resto de la vida. Lo mismo ocurre, en el otro extremo de la escala, con la vejez y con la zona que rodea el fin de la vida. A la vulnerabilidad natural que caracteriza a esta etapa, se agrega una pérdida de derechos elementales de acceso a la salud y a un ingreso decente. Los adultos mayores pertenecen a un segmento de la población olvidado por las políticas públicas, y segregado a menudo por sus propias comunidades. Que esta vulneración de derechos ocurra con particular crueldad en ambos extremos de la vida posiblemente tenga que ver con la menor capacidad de esos extremos de defender lo propio, pero también con otras cuestiones.

Hay algo más importante en juego: en el caso de los ancianos, el despojo económico y social al que se ven sometidos probablemente provenga de una corriente mucho más profunda, que es el despojo total de su valor simbólico. Nuestras sociedades contemporáneas han entronizado a la producción como valor primario de la vida, y ello genera, como consecuencia, un disvalor profundo para quienes se encuentran al margen de la producción. Los ancianos ya no son respetados ni apreciados por su autoridad ni por su sabiduría, como ocurrió en otras organizaciones humanas que nos precedieron, y su presencia es percibida como un desecho de la producción, como una carga económica y mental para quienes permanecen activos. Esto representa una forma de crueldad inédita para con una de las etapas de la vida a la que todos, en el mejor de los casos, llegaremos. La vejez es una colonización reciente de sociedades que no saben qué hacer con los años que han agregado médicamente a sus vidas. Porque de lo que hemos despojado a esa etapa de la vida, en el fondo, es de su significación.

Precisamente, ésta es una época que, a fuerza de productividad pura, aspira a desembarazarse de los fantasmas de Buda: la muerte, la vejez, la enfermedad, el dolor. La civilización moderna ha renunciado a dotar de sentido estas cuestiones y se ha propuesto erradicarlas. La primera erradicación se produce en el campo de la conciencia: todo aquello que recuerda la propia vulnerabilidad es colocado a un costado de la visión, para que no perturbe. Ocurre lo mismo con los enfermos y hasta con los muertos. Así, lo más grave de lo que ocurre con nuestros ancianos no es sólo que no reciban lo suficiente, que se les prive de su derecho a recibir. Probablemente, lo más grave es que, a fuerza de no valoración, se los ha privado de su derecho a dar. La vejez se ha visto despojada simbólicamente de su capacidad de intercambio social. Y a quien no se le permite dar se lo condena a una exclusión simbólica que es mucho más profunda y que acaso sea la matriz de la exclusión económica.

(*) Filósofo y periodista. Miembro del Directorio de la Fundación Compromiso, del Instituto Cultural Argentino Norteamericano (Icana), del Consejo de Administración de la Fundación Navarro Viola y del Comité Ejecutivo del Grupo de Fundaciones.