Crónica política
Política y poder

Rogelio Alaniz

Con su denuncia contra la empresa Ceves, el diputado justicialista Héctor Recalde demostró dos cosas: que los políticos pueden ser decentes y los empresarios pueden ser corruptos. La distinción es pertinente porque lo que se impone como sentido común es que sólo los políticos son corruptos. En cualquier caso, las generalizaciones nunca son aconsejables, pero admitamos que para amplias franjas de la sociedad los malos de la película siempre son los políticos. Y si bien más de uno hace los méritos necesarios para que este prejuicio se consolide, no se puede ni se debe desconocer que abundan los políticos honestos, salvo que alguien suponga que el compromiso público es corrupto por definición, una creencia divulgada por gente de mala fe para el consumo de gente de buena fe.

No hace mucho conversaba con un empresario de Córdoba, muy seguro de sí mismo, muy confiado de sus habilidades, muy convencido de su astucia. Hablábamos de política, no estábamos de acuerdo en nada o en casi nada, pero a cada rato él intentaba descalificar mis argumentos contándome anécdotas acerca de la corrupción de los políticos.

Lo más curioso es que para certificar la verdad de sus relatos me decía que él le pagaba a algunos legisladores para que votaran las leyes que le interesaban. El hombre hablaba de sus acciones con tanta alegría, se divertía tanto refiriéndose a la corrupción de los políticos, que en ningún momento se le ocurrió pensar que él también era un corrupto y, tal vez, más corrupto que los políticos que pretendía descalificar.

Se sabe que la corrupción es un acto que se realiza entre dos. Por lo tanto, es tan corrupto el corrompido como el corruptor, el que acepta la coima como el que la ofrece. Al empresario de Córdoba, esa disquisición elemental no se le había ocurrido. Es más, consideraba que lo suyo era un acto de viveza criolla, una forma canchera de resolver los problemas de su empresa. No recuerdo quién me decía que a los necios y a los fanfarrones hay que dejarlos hablar, porque ellos después se encargan de probar el resto.

Es verdad que por ejercer una representación pública, el político está obligado a practicar la virtud de una manera más intensa que un privado, pero desde el punto de vista de la moral individual nadie puede excusar su corrupción invocando la corrupción de los otros. Hay funciones sociales más complejas que otras, hay personas que asumen más responsabilidades que otras, pero cada uno es responsable de su honra con independencia de los roles que desempeñe en la sociedad.

Un político amigo me contaba que el mismo vecino que despotricaba en su contra en el barrio acusándolo de todas las villanías, un día se presentó en su despacho para pedirle un puesto para el hijo. Mi amigo lo atendió muy bien, pero le dijo que si su hijo deseaba ingresar en la administración pública debía inscribirse para participar del concurso convocado a tal efecto. El vecino se retiró de su oficina muy enojado. Para ese hombre tampoco había ninguna contradicción entre atacar a los políticos y después abordarlos para reclamarles un privilegio.

Esa duplicidad en la conducta, esa doble moral, suele estar muy extendida en nuestras sociedades. La novedad, en estos casos, no la expresan quienes de manera consciente se corrompen, sino esa mayoría silenciosa a la que en ningún momento se le ocurre reflexionar sobre su conducta, jamás se le ocurre interrogarse acerca de sus actos. Sobre esa suerte de inconsciencia colectiva, de ambigüedad moral, un régimen injusto se termina legitimando.

La política no sólo es una actividad necesaria en toda sociedad; además es una actividad noble, en tanto se propone intervenir en el espacio público para transformarlo. Cuando las críticas a los políticos llueven de manera indiscriminada, pienso que lo que se descalifica no es a uno o a varios políticos sino a la política en general.

Por un médico corrupto a nadie se le ocurriría descalificar a la medicina. El mismo trato reclamo para la política. Mis advertencias acerca del peligro de las generalizaciones no son una coartada para consentir el robo o el fraude. En todo caso, lo que propongo es luchar con más eficacia contra las abundantes corruptelas. A la mala política, la sustituye la buena política; al político ladrón lo debe reemplazar el político decente, pero siempre es necesaria la presencia de una sociedad que sepa distinguir una cosa de la otra. En definitiva, ninguna sociedad puede alegar inocencia sobre el estado calamitoso de su clase dirigente. No se trata de excusar a nadie sino de responsabilizar a todos. Como le gustaba decir a André Malraux: "Los pueblos tienen los gobiernos que se le parecen".

La presidente electa acaba de designar su equipo de ministros y desde la oposición se observa que los más cuestionados, los más controvertidos fueron confirmados en sus puestos. Se sabe que Cristina Fernández es la continuidad de Néstor Kirchner y, desde el punto de vista práctico, se dice que nadie cambia lo que anda bien.

De Vido y los Fernández son considerados para el oficialismo sus ministros más eficaces, los hombres que afrontan los rigores del poder o, para decirlo de una manera más directa, los funcionarios destinados a hacer el trabajo sucio que, supuestamente, todo gobierno debe realizar.

En nombre del realismo, el gobierno nacional podrá sostener esa lógica, pero no puede pretender que la sociedad lo acompañe o lo justifique. Lo que ocurre es que De Vido y los Fernández seguirán siendo ministros no sólo porque son eficaces, sino porque, de alguna manera, fueron legitimados por el voto popular, en tanto que las elecciones del 28 de octubre le otorgaron una amplia mayoría al gobierno que los cuenta como sus principales operadores.

La señora Fernández es, por lo tanto, la continuidad de un proyecto político. Ese proyecto pertenece a una pareja que hoy es más una pareja política que una pareja conyugal. El vínculo afectivo -si es que existe- tonifica el proyecto político, pero en lo fundamental, en lo que importa, Néstor Kirchner y Cristina Fernández constituyen una sociedad política, tal vez una formidable y original sociedad política cuyo objetivo es -nada más y nada menos- la conquista y el mantenimiento del poder.

¿Es imprescindible contar con operadores que hagan el trabajo sucio? Desde la realpolitik la respuesta es afirmativa: la política se mueve en el mundo impiadoso de los intereses y el poder, y siempre hacen falta los villanos encargados de hacer el mal de manera invisible. El argumento de los realistas parece corroborarse a lo largo de la historia, pero ningún imperativo de la realidad puede o debe ser un aval para que los ciudadanos consientan "el vicio y el crimen", en nombre del poder.

Después están las proporciones. Alfonsín lo tuvo a Nosiglia. Con Menem, la novedad la expresaba el que hiciera el trabajo limpio. Kirchner lo tiene a De Vido y los Fernández. También, a la hora del trabajo sucio hay diferencias. No es lo mismo lo que puede hacer De Vido que lo que hizo López Rega. Sin embargo, conviene insistir en que la sociedad no tiene por qué consentir estas supuestas "necesidades" del poder, ya que es factible que un gobierno no necesite de especialistas en faenas desagradables. ¿O alguien conoce, por ejemplo, el nombre del o de los ministros que hacían el trabajo sucio en el gobierno de Illia?