Un santafesino en Israel
Razones para firmar la paz
Por Rogelio Alaniz

Se habla más de la guerra en Buenos Aires o en Madrid que en Tel Aviv. En las grandes ciudades -Tel Aviv, Haifa, Jerusalén- daría la impresión que el hombre de la calle está más preocupado por el aumento de la luz o los problemas del estacionamiento en el centro, que por las alternativas del combate en la frontera. La guerra es una noticia que los vecinos leen en los diarios o miran por televisión.

Un amigo santafesino me dice que desde que Sharon decidió levantar el muro los atentados terroristas desaparecieron. Otro amigo, que dice ser de izquierda, me confiesa que en su momento se opuso al muro, pero tiene que admitir que desde que se construyó todos están más tranquilos.

En Tel Aviv las huellas de la guerra se distinguen en algunos locales públicos donde los guardias establecen un discreto control. La presencia bulliciosa de los jóvenes del ejército en las plazas, en los bares, en los ómnibus, es el otro dato que autorizaría a pensar al viajero distraído que algo está pasando.

Ocurre que en Medio Oriente la guerra es un problema serio pero está sobredimensionado. En el mundo hay conflictos muchos más graves que los que afligen a Israel, pero ninguno tiene tanta prensa. Un profesor de Historia me asegura que desde 1948 hasta la fecha murieron alrededor de sesenta mil personas en Medio Oriente: unos cuarenta mil árabes y unos veinte mil israelíes.

Esta cifra demuestra que en sesenta años hubo alrededor de mil muertos por año, algo menos de cien por mes. No es para mantenerse indiferente, pero comparada con los cientos de miles de muertos en Sudán o las masacres en Ruanda o el millón de muertos en la guerra entre Irak e Irán en la década del ochenta, la de Medio Oriente es una cifra que no se compadece con la prensa que le brindan los medios de comunicación.

No se trata de subestimar lo que aquí sucede, sino de ubicarlo en su exacto lugar. Medio Oriente es noticia porque hay un conflicto armado sin resolver, pero sobre todo porque uno de los protagonistas de ese conflicto es Israel, un Estado que ha logrado el milagro de transitar desde el Tercer Mundo al Primero, una hazaña sin precedentes en la historia que para cierta derecha y cierta izquierda resulta imperdonable.

Convengamos, por otra parte, que los judíos en el S. XX -para no irnos tan lejos- siempre han dado que hablar. Sin Marx, Freud y Einstein, por ejemplo, no se entendería la Modernidad, pero tampoco se la entendería sin la tragedia del Holocausto y sin algunos valores que constituyen el tesoro existencial de la humanidad, cuya máxima fundamental dice que hay que amar al prójimo como a uno mismo.

Todas las guerras importan y todos los muertos valen, pero admitamos que ciertas tragedias impactan por la densidad histórica de sus protagonistas. Digamos que para bien o para mal Israel siempre es noticia. Un territorio de 20.000 kilómetros cuadrados -un tercio de la provincia de Santa Fe- y siete millones de habitantes no justificarían tanta prensa y, por qué no decirlo, tanto odio.

Israel hoy es una de las grandes economías capitalistas del mundo. Así lo dicen las cifras, pero también el paisaje de la calle, el movimiento de su economía, la calidad de sus innovaciones tecnológicas, la formidable capacidad de su sociedad y de sus dirigentes para adaptarse a los ritmos de la economía. Que en las grandes ciudades la guerra casi no se perciba, no es porque no exista sino porque la fortaleza de la economía y la calidad de los dispositivos de seguridad garantizan que la vida cotidiana se desarrolle sin grandes contratiempos.

Israel no fue siempre una gran economía capitalista y mucho menos una pujante sociedad de consumo. Su itinerario histórico demostrará que en contradicción con la profecía marxista, Israel probó que las sociedades que crecen no transitan del capitalismo al socialismo, sino a la inversa.

Israel en sus orígenes se construyó como un Estado socialista. Ben Gurión, el Padre Fundador del Estado, fue el primero en advertir esta orientación y alguna vez escribió que él y quienes lo acompañaron no lucharon ni entregaron sus vidas para hacer de Israel una Singapur con idioma hebreo. Exageraba sin duda, pero no demasiado.

Ben Gurion, como Sarmiento o Alberdi, vivió sus últimos años criticando los resultados de lo que había contribuido a fundar. Con todo, las críticas a su criatura no empalidecen la grandeza de su obra. Israel no será socialista, pero sería injusto calificarla como el paraíso del capitalismo salvaje. Un país sin mendigos, sin villas miserias, con óptimos índices de alfabetización y salud es algo más y, tal vez algo menos, que un orden burgués.

Porque Israel es una poderosa economía y una sociedad respaldada por un Estado que funda su legitimidad en grandes valores morales, es que puede afrontar la amenaza de la guerra con relativa tranquilidad. El ejército popular y un sofisticado armamento le permite sostener la guerra; pero a la gran batalla no la libra en la frontera de Gaza, Cisjordania o el Líbano, sino en el mundo globalizado, no con balas sino con empresas de alta tecnología y la productividad de su economía.

Justamente es esa economía inserta en el mercado mundial una de las principales garantías de sobrevivencia. En el mundo actual no se arroja al mar a siete millones de personas de una nación cuyos índices de vida y de productividad está entre los más altos. En esta tierra los judíos viven desde hace más de cien años y, de alguna manera, los árabes se han ido acostumbrando o resignando a su presencia.

La única asignatura pendiente que la nación mantiene consigo misma y con sus vecinos árabes, es la paz. Hoy ella no es posible, pero si nos esforzamos en mirar más allá de la coyuntura descubriremos que tampoco es imposible, entre otras cosas porque Israel es la primera en desearla.

La afirmación puede parecer arbitraria, pero es esa condición de sociedad consumista la que empuja al hombre de Israel a desear la paz. Una sociedad burguesa, en el sentido clásico de la palabra, no soporta el clima de guerra. Como me decía un docente de Haifa, hoy el israelí medio está más interesado en ir a esquiar a los Alpes suizos que en dar la vida en el frente de batalla.

Israel quiere la paz y está dispuesto a hacer todas las concesiones posibles para lograrla. Sin ir más lejos, en los años sesenta Ménahem Beguin, el halcón de los halcones, hizo su campaña electoral asegurando que no iba a devolver un grano de arena del Sinaí a los egipcios. Sin embargo, el acuerdo de paz más consistente con los árabes lo firmó él.

Hoy Israel mantiene buenas relaciones con Egipto, Jordania y Arabia Saudita. Las relaciones con Siria son tensas pero manejables. El problema más serio está planteado con los palestinos, pero las conversaciones de paz están avanzadas, tanto que hoy lo que se discute son metros, nada más y nada menos que eso.

Por supuesto que existen puntos en conflicto que no se van a resolver de manera sencilla. Israel mantiene más de doscientos mil colonos en Cisjordania y no hay razones legales ni humanitarias que justifiquen esa ocupación. Sólo hace falta que Hamas esté dispuesto a dar un mínimo de garantías para que Israel se las ingenie y encuentre el camino para que el cinco por ciento de su población deje de ser la causa de la guerra.