Opinión: OPIN-03
La Campaña del Desierto (I)
Roca y la construcción del país
Soldados del Ejército nacional defienden una posición ante el asedio indígena en 1879. Foto: Archivo El Litoral

El 16 de abril de 1879, el general Julio Argentino Roca iniciaba la Campaña del Desierto. Se trataba de una campaña militar y no de una expedición, porque para cumplir con las metas propuestas era necesario combatir a las diferentes tribus aborígenes instaladas a no más de 300 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires.

Ganar la tierra al salvaje fue la consigna del virrey Cevallos, de Martín Rodríguez y de Juan Manuel de Rosas, tal vez el estratega más inteligente en estos menesteres. Desde antes de Caseros, los caciques participaban de las internas políticas del poder a cambio de beneficios palpables. Los acuerdos se alternaban con períodos de guerra.

Los indios derrotaron a Mitre en Sierra Chica y fueron vencidos en la famosa batalla de San Carlos. Para mediados de los años sesenta, sus malones eran temibles. Los arreos de ganado llegaron a superar las 300.000 cabezas. El arreo incluía mujeres, niños y personal de servicio. A las mujeres las sometían sexualmente, a los negros los quemaban "para que los blancos no hicieran pólvora con sus cuerpos". En Guaminí existía un mercado de cautivas que se vendían al mejor postor. El negocio contaba con la complicidad de mercaderes italianos, españoles y criollos.

Hacia 1879, el gobierno nacional disponía de amplios recursos materiales para afrontar sin demasiados riesgos esta tarea. El éxito del emprendimiento siempre estuvo fuera de discusión. Y en 1880 podía concretarse aquello que, debido a la guerra con el Paraguay y la sucesión de luchas civiles, no había podido hacerse antes.

A partir de la presidencia de Avellaneda, el objetivo de ampliar la frontera se transformó en una prioridad. El ministro de Guerra, Adolfo Alsina, programó la famosa zanja que habría de extenderse por más de trescientos kilómetros. Su consigna intentaba diferenciar el objetivo de poblar el territorio de la tarea de liquidar a los indios. Sus declaraciones son sugestivas: "El plan del Poder Ejecutivo es contra el desierto para poblarlo y no contra los indios para destruirlos".

Alsina murió en 1877 y Julio Roca se hizo cargo de la cartera de Guerra. Roca había criticado la estrategia defensiva de Alsina. Sus declaraciones son muy claras: "El mejor sistema para combatir a los indios -ya sea extinguiéndolos o arrojándolos al otro lado del Río Negro- es el de la guerra ofensiva".

Si el objetivo de Alsina era el de proteger los intereses de los ganaderos de la provincia de Buenos Aires, el de Roca era nacional, mucho más extendido, más sistemático. También, mucho más eficaz. Estanislao Zeballos -santafesino, para más datos- fue quien le dio soporte intelectual a la campaña, y el que más insistió en advertir que, si esta tarea no se hacía a tiempo, la llevarían a cabo los chilenos o los ingleses, con la previsible recompensa en tierras.

En abril de 1879, Chile le declaró la guerra al Perú. Esta consideración fue tenida muy en cuenta por el gobierno nacional a la hora de iniciar la ofensiva. Los indios no eran ni chilenos ni argentinos, pero era un secreto a voces que se las ingeniaban para negociar con el gobierno chileno. Allí encontraban refugio y mercado para la venta del botín de sus malones.

En términos económicos, a la campaña del desierto hay que pensarla como la estrategia de las clases propietarias para fortalecer su condición dominante. Si el modelo de acumulación económica era primario-exportador, el principal insumo lo constituían las tierras. A diferencia de los Estados Unidos, esta tarea no fue realizada por granjeros, sino por el Ejército. A diferencia del país del norte, los beneficiarios de estas millones de hectáreas no serían los granjeros, mucho menos los milicos, sino los especuladores y los terratenientes.

Las cifras son elocuentes: cuatrocientas personas se apropiaron de ocho millones y medio de hectáreas. Lo que ya para esa época se conoce como la oligarquía terrateniente termina de consolidarse con la Campaña del Desierto. Los enunciados acerca de la colonización y el reparto de tierras fueron palabras que se llevó el viento, o los especuladores, para ser más precisos.

Es verdad que en el camino se consolidaba la Nación y que el crecimiento de la frontera permitía un desarrollo económico formidable. La constitución de una Nación incluye un modo de producción y un régimen de propiedad. Estas tareas no suelen ser ni agradables ni simpáticas, pero son necesarias. Y alguien las tiene que hacer.

La iniciativa que Roca dirigió militarmente fue avalada por el conjunto de la clase dirigente de la época. En un primer momento, los diarios La Nación y La Prensa hicieron algunas objeciones formales. En realidad, estaban más preocupados por el poder que Roca iba a ganar en la empresa que por la salud de los indios. Cuando la recompensa en tierras se hizo extensiva a los suscriptores de esos diarios, las críticas desaparecieron.

La Conquista del Desierto se realizó de acuerdo con los procedimientos legales. El Congreso dictó una ley habilitando el emprendimiento y otorgando los fondos económicos. Algunos historiadores consideran que en 1879 el poder de los caciques estaba en decadencia y, más que de una campaña militar, habría que hablar de un paseo. Exageran, pero no mucho.

La campaña de Roca se inició en abril de 1879 y concluyó en mayo de ese mismo año. Es decir, duró algo más de un mes. Roca hizo el recorrido en carroza. El 24 de mayo llegó a Choele Choel y entregó el mando de su columna al general Conrado Villegas. "He descubierto que en el desierto no hay indios", diría Roca con su habitual causticidad. Implacable, Sarmiento le respondería: "Roca nos ha enseñado dos cosas: que en el desierto no hay indios y que en la Argentina no hay ciudadanos". En 1885, sería más preciso: "Fue un paseo en carroza a través de la pampa cuando no había en ella un indio... todo fue un pretexto para levantar un empréstito enajenando la tierra fiscal en cuya operación la Nación ha perdido 250 millones de pesos oro".

En la expedición participan alrededor de seis mil soldados organizados en cinco divisiones. También participan periodistas, sacerdotes y científicos. La campaña como tal no duraría más de dos meses. Y el saldo muestra cinco caciques prisioneros, alrededor de 1.300 indios muertos y más de doce mil cautivos.

A partir de 1881 hubo otras campañas que se extendieron hasta 1885. A los indios se los derrotó en toda la línea. Sus caciques fueron tomados prisioneros o muertos, sus guerreros cayeron en combate y sus hijos y mujeres se redujeron a una condición servil. En ningún momento el Ejército estuvo en peligro. Los grandes generales de la campaña fueron el telégrafo, el tren y el remington. Frente a estos auxilios los indios no tenían ninguna chance.

El Estado nacional terminó de constituirse en la llamada Campaña del Desierto. Los antecedentes de su itinerario tampoco fueron amables. El aniquilamiento de las montoneras y la federalización de la ciudad de Buenos Aires fueron los hitos de un recorrido que concluyó alrededor de 1880, cuando el Estado perfeccionó lo que se conoce como el monopolio legítimo de la violencia, el principal atributo de la estatidad.

El trato a los prisioneros no difirió del que le dieron en su momento al gauchaje montonero. La suerte de las mujeres y los niños fue miserable. Las más afortunadas pudieron trabajar de sirvientas en Buenos Aires, pero a la mayoría les aguardó un destino mucho más humillante.

En París, Lucio V. Mansilla recordaba con un leve sentido de culpa las amargas y sabias profecías del cacique Mariano Rosas: "Hermano... cuando los cristianos han podido nos han muerto. Y si mañana pueden matarnos a todos, nos matarán. Nos han enseñado a usar ponchos finos, a tomar mate, a comer azúcar, a beber vino, a usar bota fuerte, pero no nos han enseñado a trabajar ni nos han hecho conocer a su Dios... Y, entonces, hermano... ¿qué servicios les debemos?".

Rogelio Alaniz