Opinión: OPIN-04
La vuelta al mundo
Austria, el señor Fritzl y el arte del horror
El bueno de Fritzl. Foto: AFP

La política no suele ser noticia en Austria. Salvo el intento frustrado de los neonazis por conquistar el poder a través de elecciones, no hay noticias que coloquen a Austria en el centro del interés internacional. Tal como se presenta ante el mundo, esta nación pareciera disfrutar de los privilegios y beneficios del Primer Mundo.

La vida cotidiana parece ser apacible y la política en más de un caso se asemeja a un trámite administrativo. La calidad de vida de la gente es muy buena. Sus universidades son célebres y su capital, Viena, es una de las ciudades más bellas y cultas de Europa; un sitio cargado de contrastes y símbolos, en donde vivieron Freud y Mozart, pero también Hitler.

En los últimos años, este país ha llamado la atención del mundo por algunos episodios morbosos que parecen contradecirse con su fama de nación culta, serena y pacífica. Lo sucedido en estos días demostraría que "el horror", en los términos planteados por Conrad, existe.

Joseph Fritzl tiene 73 años, es ingeniero jubilado y vive en Austetten, una ciudad de veinte mil habitantes ubicada a 130 kilómetros de Viena. Austetten es un pueblo tranquilo. Allí la vida transcurre sin demasiados sobresaltos. Los vecinos son personas cordiales y sus casas son amplias, con jardines a la calle y flores en los patios. En ese pueblito encantador, Fritzl es un vecino más, ni más ni menos retraído de lo que suele ser el austríaco medio; amable, cordial, tal vez algo distante, pero sin que ese rasgo de su personalidad llame la atención.

Fritzl está casado con Rosemaría. Con ella tuvo al parecer una única hija a la que llamaron Elizabeth. Hace casi veinticuatro años, el 28 de agosto de 1984, la chica desapareció. Durante semanas la policía la estuvo buscando por cielo y tierra. En algún momento llegó a la casa una carta escrita por ella, en la que decía que se había ido con una secta religiosa, que estaba viviendo muy lejos, que no pensaba regresar y que, por lo tanto, no la buscaran más. Es probable que la policía haya insistido en la búsqueda durante algunos días, pero ante la falta absoluta de noticias se admitió que la chica había desaparecido y que hasta era posible que fuera feliz con sus captores, en algún punto remoto del planeta.

Por unos años los Fritzl dejaron de ser noticia. Los vecinos de Austetten comentaban con piedad la desgracia de esa familia que había perdido de una manera tan extraña a su hija. Tal vez para atenuar su dolor, tal vez para no sentirse tan solos, los Fritzl decidieron adoptar un niño. La experiencia debe de haber sido muy gratificante para la pareja, porque en pocos años adoptaron dos chicos más.

Los niños eran muy lindos, muy agradables y en la escuela obtenían excelentes calificaciones. Los cumpleaños se celebraban en la casa y venían todos los chicos del pueblo a compartir la fiesta. Los fines de semana, los Fritzl salían de paseo con sus chicos, recorrían con el auto las calles del pueblo, a veces pasaban el día en alguna de las posadas de las montañas y todos comentaban lo felices que ahora eran estos abuelos, luego de haber vivido la tragedia de su hija.

Hace una semana, una joven de 19 años llegó en muy mal estado al hospital de Austetten. Los médicos descubrieron que la ella no sólo que estaba muy enferma, sino que tenía un comportamiento anormal. Después comprobaron que su enfermedad era la que suelen exhibir las chicas que nacen como consecuencia de una relación incestuosa.

Fue el principio del fin para el bueno de Joseph Fritzl. Con el olfato infalible de los sabuesos, la historia, la verdadera historia se reconstruyó en un tiempo muy breve, tan breve que el propio Fritzl se vio desbordado por los hechos. Cuando llegó la policía a su casa ni se suicidó y mucho menos intentó resistirse.

Fue así como la policía descubrió que en los sótanos de la encantadora casita de los Fritzl vivía Elizabeth, la hija. Ahora tenía cuarenta y dos años, y a juzgar por su estado físico y psíquico pudo comprobarse que caer en manos de una secta religiosa no es lo peor que le puede pasar a una persona. Efectivamente, a los 18 años la chica fue secuestrada por su progenitor y encerrada en el sótano. Según sus propias declaraciones, su padre la violaba desde los once años. En el sótano continuaron las violaciones y en estos veinticuatro años llegaron siete hijos al mundo. Tres de ellos siguieron viviendo con la madre en esa suerte de cueva que le había asignado quien era simultáneamente el padre y el abuelo de los chicos.

Los otros tres niños pudieron disfrutar de los beneficios de la adopción pública. Hubo un séptimo hijo que murió en el parto y que Joseph incineró en un horno para que no quedaran rastros del inocente. No terminan aquí las novedades. Rosemaría, la mujer de Joseph, jura y perjura que ella ignoraba todo.

Durante veinticuatro años, con sus días y sus noches, con sus inviernos y veranos, los Fritzl vivieron esta experiencia. Durante todos estos años Elisabeth estuvo encerrada en un sótano dividido en varios cuartos, pero sin ver la luz del sol y casi sin poder ponerse de pie porque la altura del techo no superaba el metro veinte. Durante veinticuatro años fue sometida sexualmente por su padre y nadie dijo ni vio nada.

Los investigadores no se explican cómo pudo ser posible que esto ocurriera. Que una mujer haya podido tener siete hijos sin que nadie tome conocimiento del hecho. Y que además esa mujer y esos chicos hayan sobrevivido. A la esposa de Fritzl la está interrogando la policía. Nadie cree en su inocencia, pero como diría Borges, la realidad es tan complicada que hasta lo imposible puede ocurrir. Rosemarie puede haber convivido engañada durante casi un cuarto de siglo, sin sospechar que el hombre que compartía con ella todas las horas de su vida era lo más parecido a un monstruo.

La tragedia de los Fritzl recuerda el caso de Natacha Kampus, la niña que fue secuestrada en una furgoneta blanca cuando tenía diez años y que durante casi ocho años estuvo encerrada en un sótano en los arrabales de Viena. El autor de la hazaña fue el joven Wolfgang Priplopil, un muchachito encantador, según las vecinas del barrio. Cuando Natacha se fugó, Wolfgang caminó hasta las vías del tren. Es lo último que se supo de él.

Dulce y apacible Austria. En tres años, dos episodios truculentos cuya patología trasciende la individualidad para poner en observación a una sociedad que figura entre las diez naciones más ricas del mundo, pero que oculta entre sus pliegues, sórdidas y miserables promiscuidades.

Según Oscar Wilde, no es el arte el que imita la realidad sino a la inversa. Los dos secuestros narrados tienen un ilustre antecedente literario. A mediados de los sesenta llegó a la Argentina un best seller que se vendió como pan caliente. Se llamaba "El coleccionista", y su autor era John Fowles. La novela habla del secuestro de una estudiante de bellas artes por un coleccionista de mariposas. Durante meses la chica vive encerrada y controlada por un hombre que la cuida como si fuera una mariposa.

La novela fue llevada al cine por William Wyler. Terence Stamp, el coleccionista, usa una furgoneta blanca para perpetrar el secuestro. Treinta años después, Priplokil compra una furgoneta blanca para cargarse a Natacha. Leo que el dulce de Fritzl usaba era una furgoneta blanca para hacer sus mandados. Como diría Borges, el problema de Oscar Wilde es que a pesar de su frivolidad siempre tiene razón.

Rogelio Alaniz