Escenarios & Sociedad: SOCI-11
Jacques Demy, o la música del movimiento

Enrique M. Butti

Cine Club Santa Fe acaba de realizar un ciclo sobre el director francés Jacques Demy y estas rápidas observaciones disfrazan el único propósito de rendir homenaje a la fidelidad que este cineasta ha logrado mantener con sus espectadores, una fiel entrega de felicidad, que no puede haber nacido sino de una profunda sinceridad, de un raro desprejuicio hacia los dictámenes intelectuales de su época y de una gracia que no ha dejado de crecer con el tiempo.

Una consideración atañe precisamente a lo que el tiempo dona o quita al arte. El cine, por su carácter industrial permite avizorar esas transformaciones con mayor rapidez que las otras artes. Y esos cambios no tienen que ver con los que provoca el avance tecnológico; sólo para espectadores muy mal educados una película muda o en blanco y negro supone un rechazo o un estéril esfuerzo de adecuación. Y ni siquiera dependen del estilo (lentitud o velocidad desacostumbrada a nuestro ritmo, narración previsible o inverosímil, actores que se comportan de una manera que nos resulta poco natural, etc.); no, las transformaciones en la valoración del cine como en cualquier arte responden a lo imponderable de este campo de la creación humana, ese imponderable que terminó echando por tierra los intentos de gran parte de la teoría estética de la segunda mitad del siglo pasado, empecinada en crear una ciencia del juicio crítico. Su reproductibilidad mecánica y su presencia privilegiada dentro de los medios de comunicación otorgan al cine una fruición más directa, universal, rápida y capaz de una inmediata influencia o confrontación; de ahí, la posibilidad de captar las alteraciones en su recepción con mayor velocidad, aunque no de explicar lo imponderable.

Truffaut y Godard eran considerados las indiscutidas cumbres de la Nouvelle Vague. ¿Cómo es que Jacques Demy nos resulta hoy muy superior a ellos? Godard, un cineasta osado en ensayar nuevas expresiones, quizás haya perdido osadía y novedad debido a que sus hallazgos pasaron a ser formas públicas. Visto bajo cierta perspectiva, podría suponerse que el destino de su arte es el más glorioso, ya que sus experimentaciones (a menos que hayan sido, simplemente, anticipaciones) han sido adoptadas y han pasado al dominio público. Pero advertir que sobre todo han sido asimiladas por la industria del video-clip y de la publicidad lleva a dudar de tal buen destino, ya que parece traicionar una de las explícitas bases de la propuesta de Godard, que era precisamente la ideológica. Las pérdidas que han sufrido los filmes de Truffaut corresponden a razones más complejas, que conciernen en especial a lo que hoy se advierten como desfasajes en los rumbos y tiempos de su narrativa.

La danza del mundo

Jacques Demy, en cambio, nos habla mejor que nunca, como lo notó antes de morir quien probablemente haya sido el mejor crítico argentino de cine de las últimas décadas, Emilio Toibero, un amante de la Nouvelle Vague que se retractaba de su anterior incondicional admiración por Truffaut para privilegiar la vigencia creciente de Demy.

En "Los paraguas de Cherburgo", "Las señoritas de Rochefort" y "Tres entradas para el 26", los filmes musicales de Demy (aunque en todos sus filmes la música ocupa una función esencial, capaz de sortear exitosamente todos los lugares comunes de la crítica en el rechazo del uso cinematográfico de la música como subrayado emocional), sucede lo que sólo los mejores musicales logran, y que es el cometido primero del género: contagiar en el espectador el movimiento danzante del mundo. En la alegría o en el pesar, el mundo es una sinfonía móvil. Como enseñan las doctrinas esotéricas, el movimiento concentra la esencia tripartita de la existencia: espacio, tiempo y materia. Los buenos filmes musicales nos contagian la ilusión de que este mundo (aun con todos los mismos dolores y contingencias que le conocemos) podría moverse de otra manera, y también nos recuerdan cómo el amor nos hace atisbar esa otra modulación del movimiento.

En una de las películas que Agnes Varda realizó sobre su compañero de vida ("Jacquot de Nantes", también presentada en Cine Club), nos presenta a Jacques Demy niño inmerso en una familia que canta, incluso bajo las peores penurias de la guerra. Una familia que canta o baila otorga una buena base de sobrevivencia y formación. Recuerdo los cantos de mis antecesores italianos y la lección de memoria, poesía e ilusión que encerraban, y hay un poema de Estela Figueroa en el que habla del recuerdo infantil de sus padres bailando y de la desgracia que sobrevino cuando dejaron de hacerlo.

También en esa película de Varda, se nos muestra a Demy adolescente haciendo películas de animación, es decir, filmes en los cuales todo está creado por el cineasta: escenarios, personajes y movimientos. Ese antecedente resulta importante para entender el origen de la perfecta sincronía de todos los elementos en los filmes de Demy: el color, la fotografía, el montaje, los actores, los movimientos de cámara, la escenografía, las pautas y tiempos de la narración. Como "El gabinete del Dr. Caligari", como los filmes de Hitchcock, Welles y Billy Wider, los de Jacques Demy ya se nos presentan hoy como clásicos del cine, perfectos y, como diría Borges, siempre con algo nuevo que decirnos cada vez que los vemos.