Opinión: OPIN-03
Crónica política
A Jorge Conti
Rogelio Alaniz

Fue un periodista valiente, honrado y lúcido. Tenía certezas, convicciones y las defendía con inteligencia y con pasión. Nunca creyó en las tonterías del llamado periodismo objetivo. Se honraba de ser un periodista comprometido. Su compromiso era con la justicia y con la libertad. Podía ser obsesivo, pero no era arbitrario ni caprichoso. Podía equivocarse, pero hasta en el error era talentoso. Austero, sobrio, vivía en armonía con sus palabras.

Los periodistas no son diferentes de nadie. Una profesión u oficio no definen la virtud o el vicio. Hay periodistas honrados y corruptos, inteligentes y mediocres, obsesivos y displicentes. Los vicios personales se trasladan a la profesión y, a veces, la profesión los exacerba. Hechas las aclaraciones, hay que decir entonces que Jorge Conti fue un gran periodista. Tal vez el mejor o uno de los mejores. Santa Fe debe estar agradecida por haber contado con su inteligencia, con la palabra de alguien que apostó al saber y a la ética. El periodismo como tal debe estar reconocido al hombre que honró a la profesión con sus luces. Todos los hombres y las mujeres que disfrutaron con sus notas, con sus opiniones, van a extrañar el tono de su voz, la vibración de su inteligencia, su amplia cultura.

Jorge ayudó a pensar en un mundo donde muy pocos pueden atribuirse esa virtud. Enseñó a mirar la realidad con ojos atentos y a no dejarse engañar por los becerros de oro del poder y las diversas idolatrías. Sé de oyentes que esperaban con devoción, con ansiedad, su palabra. Sé de mujeres que lo adoraban y de hombres que lo respetaban. Con Jorge se podía estar o no de acuerdo, pero de lo que no se podía dudar era de la sinceridad de sus convicciones y de la complejidad de su pensamiento.

Siempre practicó el periodismo de opinión. Jorge no era un animador radial, un vendedor de espejitos de colores. Hablaba con precisión porque preparaba por escrito sus intervenciones. En esos temas era minucioso y exigente. Sus palabras no provenían de la improvisación, sino del estudio. El tono de su voz era cálido; la voz de un hombre serio y recto, pero, también, la voz de un hombre que era capaz de querer y emocionarse.

No era un sentimental, un sensiblero. Sabía muy bien que el sentimentalismo siempre fue el fracaso del sentimiento. Por eso eso se preocupaba de hablar con la mayor precisión posible.

Las opiniones de Jorge Conti eran comprometidas y fundadas. Nunca cayó en la tentación de ver al mundo con los colores absolutos del blanco y el negro. Su inteligencia distinguía los matices, la variedad tonal con que se colorea la aventura humana. Se sentía en plenitud ejerciendo el magisterio del periodismo, pero no era un hombre feliz en su trabajo. La injusticia del mundo lo afectaba. Más de una vez me dijo que al final del día se sentía cansado. Ese cansancio no era físico, era de otra clase, y él lo conocía mejor que nadie. Como el poeta, podría haber dicho que sólo era débil ante el dolor y la belleza.

No era un escéptico. Mucho menos, un cínico. Se enojaba con frecuencia y, a veces, podía ser injusto. Tenía la virtud de los hombres grandes: la indignación moral. La injusticia, la explotación, la hipocresía, la mediocridad lo ponían fuera de sí. En tiempos de desencantos y de ironías, él era un hombre de fe. Su fe no era religiosa, pero en algún punto podía parecerse. Su agnosticismo no debilitaba sus convicciones morales, las fortalecía. Una vez me dijo que el magisterio moral de un periodista podía compararse con el de un sacerdote. Sabía de lo que estaba hablando. Algo parecido habían dicho Hegel y Carlyle.

Siempre se interesó por las vanguardias, pero nunca fue un hombre que corrió detrás de las modas. Era demasiado exigente para caer en esas trivialidades. Alguna vez dijeron de él que era algo antiguo. Tal vez lo haya sido, pero por distintos motivos de los que le hacían esas imputaciones. En un tiempo de relativismo, él defendía las convicciones. Las tradiciones en las que se sostenía no eran las del privilegio, sino las del honor y la virtud, las de la inteligencia y el talento.

Su sensibilidad era trágica. No era un optimista en el sentido liviano de la palabra. Creía en el hombre y en los hombres, pero dudaba del destino de la humanidad. No era ingenuo. Sabía que era muy difícil suprimir la injusticia en el mundo, pero luchar contra ella podía justificar una vida. No conocí a sus héroes políticos, pero sí a sus héroes literarios. Se llamaban Jean Paul Sartre, Fedor Dostoievski y William Faulkner. Bastaba intercambiar algunas palabras con él para percibir esa relación.

Diría que su relación con la política se inició desde la literatura, desde la poesía, para ser más preciso. Fue un gran poeta y allí están sus poemas para testimoniarlo. Como la mayoría de los intelectuales de la generación del sesenta, entendía a la política como una exigencia ética y una exigencia del saber. La literatura, el teatro o la pintura no podían, no debían ser ajenos al destino del hombre. O la política contribuía a la liberación del hombre o no era necesaria. Su compromiso total no suprimía las diferencias. Jamás se le ocurrió someter un poema o un relato a las leyes de la política. El compromiso de Jorge era integral, pero en esa integridad había matices, diferencias, puntos oscuros.

Sus grandes amigos se le parecían. Conocí a dos de ellos: Juani Saer y Aldo Oliva. Debe haber habido otros, pero a mí, con esos dos me alcanza. También conocí a Erika, la mujer que amó, con la que Äcomo me dijera ellaÄ "dormimos juntos durante más de cuarenta años". Y la que le dio dos hijos de los que estaba orgulloso.

Durante casi cinco años, Jorge peleó a brazo partido contra una enfermedad impiadosa. Su agonía fue larga e injusta. El destino no es ni bondadoso ni agradecido. Soportó su enfermedad como soportó su vida: con coraje, con dignidad y, también, con bronca. El miércoles a la noche, con discreción, con el señorío que nunca lo abandonó, Jorge decidió marcharse al silencio. El periodismo, la ciudad, los santafesinos en general, estamos un poco más pobres, un poco más tristes, tal vez algo más solos, ahora que sabemos que se fue para siempre.