Nosotros: NOS-15
Toco y me voy
Una experiencia global
Dibujo Luis Dlugoszewski

En los cumpleaños, en cualquier fiesta que se precie de tal, en donde hay algo para celebrar, a la gente se le ocurre inflar y colgar globos. Siempre, pero siempre, alguien tiene que hacerlo. Hagamos las cosas rapidito: esta nota viene inflada.

Antes los globos eran artículos poco menos que suntuarios: había, los conseguías, pero no eran tan comunes ni estaba tan generalizado su uso como ahora. Por entonces, se utilizaban colgantes de papel, arreglos con flores, otras cosas simples. Pero ahora se reúnen dos personas y en el medio hay un globo: son importados, son baratos y adornan o alegran (en mi caso, esa afirmación está en revisión) el ambiente.

Además, parece que hay que poner globos en cantidad: las bolsas de los más económicos -los mirás fuerte y se rompen- traen cincuenta unidades. Así que el cumpleaños más rasca tiene cien globos, por lo menos. Y conste que aquí hablamos de los globos tradicionales, comunes y corrientes, no hablemos de globos con formas ni de globología, no hablemos de esos animalitos pornográficos que hacen algunos (y de solo pensar en el rechinar de los globos retorcidos, se me inundan las glándulas salivales y siento una incómoda sensación en oídos y alrededores) porque demandaría un Toco en sí mismo.

Antes, el inflado de los globos dependía exclusivamente de la energía eólica: a soplar, que se acaba el mundo. Los globos de entonces eran de muy buena calidad, un látex de un grosor grosero (valga el juego de palabras) que te dejaba los labios y los carrillos como después de comer doscientas naranjas levantándoles solamente una tapita. Había que ser guapo, saber tocar la armónica, tener buenos pulmones, estar al pedo...

Ahora, cualquiera infla globos y esa vulgarización y generalización son fatales: cualquiera puede hacerlo, incluso yo.

En la repartija de actividades específicas para una fiesta, y ante la evidencia de que no puedo hacer un souvenir o un centro de mesa, a mí me tocó inflar los globos.

Descartado el soplido labial (yo pierdo aire por todos lados, hasta los globos se ríen de mí); se me ha concedido la licencia de adquirir uno de esos simpáticos infladores (chino también, desde luego, como casi todo en este mundo) para globos, similares a los de bicicleta, pero cribado de agujeros para complicártela. Te salvás de cansarte la boca, es cierto, pero te aclaro que tenés que pegar entre diez y quince flexiones de brazo por globo (de manera un poquito onanista, lo admito), con lo cual al décimo globo ya empezás a tener una suerte de cansancio. Se te inflan los bíceps, literalmente.

Vienen también unos compresores especiales que no requieren mayor esfuerzo manual, como no sea abrir y cerrar la garrafa en tiempo y forma, pero tienen un carácter profesional que excede la mera fiesta familiar.

Seguimos entonces con el infladorcito manual. El verdadero problema de los globos -y disculpen que haga la denuncia formal así, sin muchos preámbulos- no es el inflado en sí mismo, sino el atado. Es decir, tenemos en la mano el globo inflado. Lo tenemos asido (ha sido inflado) del pico, como si fuera un porrón. Hay que estirar el pico, darle una vuelta alrededor de dos dedos, meter la punta en medio, estirar más y íay! largar y dejar deslizar ese apretado lazo sobre uñas y yemas.

Al quinto globo se te empiezan a poner las yemas rojas y hasta la uña del dedo gordo de la otra mano, que usás para completar el nudo, se te empieza a separar un poco y todo duele: el alma, el brazo, la espalda, los dedos y la uña. Al final llegás a la fiesta con un cansancio y un malhumor inexplicables.

Luego tenés que sobrevivir al obligado reventón del globo mientras lo estás inflando. Una explosión así, de golpe, frente a tus mismas narices o entre las piernas (cada cuál tiene sus técnicas de inflado, no me pidan pormenores ahora) puede llevarte al otro lado sin necesidad de ser un enfermo cardíaco.

Y encima, una vez que hacés todo eso te piden, con esa cretina amabilidad, que ya que agarraste cancha le pongas los hilos, los agrupes de a dos o tres y te subas a la silla o a la escalera a colgarlos de las paredes.

Como el inflado de tantos globos demanda bastante tiempo, es muy probable que debas hacer ese trabajo la noche anterior. Hay entonces una parva móvil de globos a las vueltas por el living o el domitorio: jodido despertarse súbitamente a las tres de la mañana por una explosión traicionera de unos de esos globos de miércoles. Y trasladarlos es otro tema, si el salón no está en tu casa. Es un cargamento de globos, dos o tres viajes con esa carga inquieta y movediza al lado de la cual tus hijos y sobrinos juntos son inocentes angelitos.

Y nos vamos. Ruego a ustedes que no me inflen más los globos. Ruego que no me revienten. Y ruego que me alisten de aquí en más entre los más fervorosos globalifóbicos o militantes anti globalización. Puede hacerlo: nada me ata.

Por Néstor Fenoglio

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Dibujo Luis Dlugoszewski

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