Opinión: OPIN-05
Crónica política
Entre la jubilación privada y la jubilación de reparto

Rogelio Alaniz

En términos teóricos, la jubilación privada y la jubilación estatal son perfectas o casi perfectas. El problema de la teoría es ese: su perfección o, para decirlo en términos más prácticos, la distancia que existe entre las bondades de la letra y los rigores de los hechos. En lo personal, siempre he preferido la jubilación de reparto. Como trabajador, como asalariado, como empleado, siempre me pareció que la jubilación de reparto protegía mejor mis intereses y los de mis pares. Si hubiera sido millonario seguramente me habría inclinado por la jubilación privada, pero siempre tuve la sensación que la jubilación es en todos los casos un problema de los pobres y de la clase media, no de los millonarios que disponen de otros recursos para asegurarse una vejez libre de sobresaltos económicos o sanitarios.

La jubilación, históricamente, se pensó para proteger a los más débiles, a los que por razones de salud o edad quedaban afuera del mercado laboral. El primero en programar un sistema de ese tipo no fue un socialista sino un conservador. Se llamaba Bismarck y era un junker prusiano militarista y terrateniente, una condición de clase que no le impedía ser inteligente y ver con lucidez la calidad de los problemas sociales que se avecinaban. Bismarck fue el primer antecedente de estado de bienestar en el mundo, en la segunda mitad del siglo XIX. La tarea no la realizó por razones progresistas sino por razones conservadoras, un dato que harían bien en tener en cuenta los conservadores del siglo XXI.

En la Argentina, al primer antecedente de jubilación lo protagonizó un estadista santafesino del que debemos estar orgullosos. Se llamaba Nicasio Oroño y fue un político tan moderno y avanzado que perdió el poder víctima de un golpe de estado clerical y conservador financiado, eso sí, por Urquiza. Durante los gobiernos conservadores y radicales las cajas de jubilaciones se fueron extendiendo, pero recién con el peronismo adquieren un nivel de masividad que es el que nuestra generación ha conocido.

La jubilación de reparto no fue el paraíso pero tampoco el infierno. Mal que bien cumplió en muchos aspectos los objetivos que se propuso y si no dio más, no fue por los vicios del sistema sino por los vicios de los funcionarios responsables de hacer marchar el sistema.

Cuando en 1993 o 1994 me consultaron sobre mis preferencias, opté por quedarme donde estaba, es decir, en la jubilación de reparto. Confieso que lo hice pensando en términos conservadores. Conozco la Argentina, conozco los alcances de los ensayos que entusiasman a economistas y políticos de moda y, por lo tanto, en temas como estos, prefiero malo conocido que bueno por conocer.

El Estado en nuestro país deja mucho que desear, pero el capitalismo criollo también deja mucho que desear. No tengo nada contra las empresas privadas, pero en términos de seguridad social estoy más tranquilo con el Estado que con una empresa particular. Una empresa privada no está obligada a ser solidaria y acepto que así sea; el Estado tampoco es una dama de beneficencia, pero convengamos que sus principios de solidaridad son más claros que los de una empresa particular.

En estos momentos en el mundo el sistema jubilatorio está en crisis. En países más ricos y mejor organizados que los nuestros hay un debate abierto entre socialistas y conservadores sobre los límites y los alcances de la jubilación de reparto. Al sistema de jubilación privada tampoco le va bien. El modelo chileno que en su momento fue la niña bonita que paseaban orgullosos, hoy ha perdido ese aire virginal y adolescente.

En Europa, empezando por España cuyos funcionarios protestan tanto por el tema de las AFJP, el sistema es estatal y a nadie, ni al conservador más recalcitrante, se le ocurre cambiarse de vereda. Es verdad que el sistema de reparto tiene varios problemas para funcionar pero está probado que puede hacerlo y para más de un especialista, es el único sistema que merezca ese nombre, que puede hacerlo.

Una vez más es necesario insistir en que la jubilación se pensó como un derecho social. En Europa las dos guerras provocaron desocupación y miseria, en más de un caso antesala de rebeliones sociales. Fue en ese contexto que los jefes de estado de las naciones más avanzadas empezaron a pensar en sistemas sociales que amortigüen las injusticias. La jubilación se pensó como un derecho social solidario fundado en el principio de que los que más cobran ayudan a los que menos tienen o a los que directamente no tienen nada.

Los problemas del capitalismo global con sus secuelas de desocupación y economía en negro, se hicieron notar. Según los entendidos, una jubilación se sostiene con tres o cuatro aportantes. Esa ecuación hoy se ha reducido al mínimo. Para los especialistas el problema es serio pero no insoluble. Lo que hace falta son decisiones políticas claras y, por sobre todas las cosas, una economía que crezca. En este punto no hay que llamarse a engaño: en un país empobrecido no hay sistema jubilatorio que aguante, ni estatal ni privado.

Un orden jubilatorio ideal sería el que pueda integrar los dos sistemas. No es fácil hacerlo, pero tampoco es imposible, a condición de aclarar algunos malentendidos. Los defensores del régimen privado suelen señalar que un sistema privado es decisivo para la creación de un mercado de capitales. Al respecto habría que decir que en los países serios, al mercado de capitales lo crean los capitalistas con sus aportes, no los trabajadores con sus salarios.

En la sociedad capitalista los trabajadores ponen el trabajo a cambio de un salario y los capitalistas son los que se hacen cargo de los riesgos del mercado a cambio de las ganancias que perciben. No es justo por lo tanto que el mercado de capitales se constituya con los aportes de los trabajadores

El otro problema que ha tenido la jubilación de reparto es el de la corrupción de los funcionarios. Ahora anda circulando un video que registra declaraciones de Perón en noviembre de 1973, en contra de la jubilación estatal. Convengamos que en estos temas como en otros, las opiniones de Perón han sido en el más suave de los casos, algo versátiles. No se equivoca Juan Domingo cuando le reprocha a la Revolución Libertadora haber metido mano en las cajas, pero falta a la verdad cuando calla que el primer mandatario que hizo algo parecido fue él. Ocurrió a partir de 1952 y fue la respuesta que dio al proceso inflacionario que amenazaba con comerse la economía real.

Decía que ningún sistema jubilatorio puede funcionar en un orden capitalista que no se reproduce, del mismo modo que ningún sistema, por más justo que sea, puede cumplir sus metas con una clase política corrupta. La decisión de los Kirchner de estatizar las jubilaciones debe debatirse atendiendo a todas estas consideraciones. Puede que el sistema estatal sea mejor que el privado, pero a condición que la administración sea transparente, los recursos estén controlados por instituciones creíbles y los fondos se coparticipen como corresponde. Ninguna de estas exigencias parecen satisfacer los Kirchner.

El tema se debatirá en el Congreso, pero desde ya, los Kirchner han adelantado que se oponen a todo tipo de control. En realidad son coherentes con ellos mismos. Desde la perspectiva de su realismo santacruceño no se justificaría nacionalizar la jubilación para después no disponer de la plata. Es como cuando a Menem le dijeron que la reforma constitucional debía poner punto final al presidencialismo. Menem se rió y no dijo nada. Después hizo lo que correspondía. Menem quería reformar la Constitución para tener más poder, no para tener menos. Del mismo modo, los Kirchner quieren la plata de las jubilaciones no para repartir solidaridad sino para acumular poder. Así de sencillo y así de siniestro.

AB