Mariano Moreno (II)

La lucha por el poder

La lucha por el poder

Hombres en tiempos de Revolución, Mariano Moreno, Cornelio Saavedra y Manuel Belgrano. Detrás, de pie, Juan José Paso. En el fondo, Azcuénaga.

Foto: Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

El 2 de diciembre de 1810, un jinete llegó a Buenos Aires anunciando que el pasado 7 de noviembre las tropas patriotas habían derrotado a los godos en Suipacha. Era la primera victoria de las armas criollas y un estímulo a las tropas, algo desmoralizadas después del revés de Cotagaita. Suipacha significaba que todo el Alto Perú quedaba en manos de los patriotas. Siete meses después, en junio de 1811, en Huaqui, se perdería lo que se había ganado. Las vacilaciones de los jefes políticos explican esta derrota. Más de un historiador asegura que, si Moreno hubiera estado en el poder, Huaqui no habría sucedido. La afirmación, por supuesto, es imposible de probar.

El mes de diciembre de 1810 se inicia con los mejores auspicios, sobre todo cuando hasta los más timoratos aceptaban que el destino de la revolución se jugaba en el campo militar. El 3 de diciembre, Moreno redacta una circular en la que prohíbe expresamente que los españoles residentes en el Río de la Plata ocupen cargos públicos. La Junta aceptada la resolución, pero Saavedra y sus seguidores no están conformes. Los moderados entienden que no es oportuno provocar rupturas irreparables.

Desde el 25 de mayo —o tal vez desde el 1º de enero de 1809— Moreno y Saavedra mantienen diferencias políticas que se irán profundizando con el paso del tiempo. Son diferencias temperamentales, pero, sobre todo, políticas e ideológicas. Moreno expresa a los sectores radicalizados de la revolución, a los grupos que creen que el 25 de mayo marca un antes y un después en la historia y que es necesario fortalecer el poder, prepararse para declarar la independencia y derrotar por las armas las resistencias de los godos.

Moreno no está solo. Lo acompañan Castelli, French, Beruti; el propio Belgrano es uno de sus aliados más firmes. Toma decisiones audaces que desconciertan a sus adversarios. Además, se ha revelado como un excelente maniobrero político, un hombre capaz de ganar aliados impensables. El secreto que explica su genio, además de su inteligencia, es la conciencia clara sobre cuáles son las tareas de la revolución y cómo se construye el poder en circunstancias excepcionales. Ése es su talento y es también su límite.

En agosto de 1810, fue Moreno quien con más energía promovió el fusilamiento de Liniers. La decisión comprometió a toda la Junta, incluido a Saavedra, que en su fuero íntimo se oponía, pero, cuando las relaciones de fuerza le eran desfavorables, se dejaba llevar por la corriente. La ejecución de Liniers no debe ser evaluada desde el humanismo, sobre todo en un tiempo revolucionario en el que el destino de la patria se jugaba con las armas en la mano.

En esos días el virrey de Perú, José Fernando de Abascal, había dicho: “Así como hice desaparecer por las armas las rebeliones de Quito y la Paz, lo mismo haré con la de Buenos Aires”. Los tiempos no eran precisamente piadosos, y la revolución no podía serlo.

La resolución del 3 de diciembre, que prohíbe a los españoles acceder a cargos públicos, es muy resistida por los conservadores de la Junta. Esa decisión afecta intereses sociales y económicos, y en ese terreno, la distinción entre criollos ricos y españoles no es tan clara porque los lazos de intereses y de familia entre unos y otros están muy extendidos y son muy sólidos. Tampoco se ignora que la prohibición de acceder a cargos públicos es el primer paso para medidas ulteriores, entre las que se incluyen los tributos extraordinarios para financiar las tareas de la revolución.

Para conservadores y realistas, el promotor de todas estas discordias es Moreno. Así lo dice el comandante español Salazar desde Montevideo: “Todos los miembros de la Junta son perversos, pero Moreno y Castelli son perversísimos”. El mismo militar lo había calificado en anteriores declaraciones como el primer terrorista de Buenos Aires. Salazar no necesitaba probar que Moreno había sido el autor del misterioso Plan de Operaciones. Desde su perspectiva y sus intereses, tenía claro quién era el enemigo, entre otras cosas porque Moreno, era el que promovía con más lucidez la recuperación del Alto Perú, dado que allí se encontraban los recursos para financiar las tareas revolucionarias que se avecinaban.

Por su lado, Saavedra tampoco se priva de decir lo que piensa. En carta a Chiclana, califica a Moreno como de “alma intrigante y demonio del infierno”. Su obsesión contra Moreno continuaría después de su muerte.

Y llegamos a la célebre noche del 5 de diciembre. En el Regimiento de Patricios se celebra la victoria de Suipacha con una cena en la que abundarán la buena comida y las efusiones alcohólicas. La anécdota cuenta que esa calurosa y despejada noche de diciembre Moreno se había quedado trabajando en el Fuerte y, cerca de la medianoche, decide ir a la fiesta. Se dice que no estaba vestido de gala y que el centinela no lo reconoció y, por lo tanto, no lo dejó pasar. Según algunos historiadores, Moreno no hizo nada para identificarse y se sospecha que, en realidad, fue allí para promover que ocurriera lo que exactamente ocurrió.

Moreno regresa al Fuerte hecho una furia y redacta el famoso Decreto de Supresión de Honores. Para colmo de males, al otro día se entera de que en la fiesta el capitán Atanasio Duarte —según otro historiador, el primer borracho célebre de nuestra historia patria— ha brindado en homenaje a Saavedra y lo ha calificado de emperador de América. Acompaña el gesto con la entrega de una corona a la esposa del presidente de la Junta.

Los historiadores difieren acerca del significado del brindis. Para algunos, es una muestra clara de obsecuencia, servilismo y alcahuetería política; para otros, es un gesto revolucionario que lo enaltece. ¿Por qué? Porque al calificar a Saavedra de emperador de América estaba deponiendo de ese lugar a Fernando VII. No olvidemos que, para esa fecha, y hasta 1816, la legalidad de la revolución se sostiene sobre el principio de resguardar la soberanía de Fernando VII. Si Saavedra es el “emperador de América”, el rey español desaparece y, de hecho, la independencia está asegurada.

De Duarte se dice que después fue desterrado a San Isidro, donde se destacó por su afición al alcohol y sus riñas contra quienes se negaban a aceptar la nueva y gloriosa Nación. Cuando aquella famosa noche del 5 de diciembre estalló el escándalo, Saavedra sacrificó a su adulador a las conveniencias de la política. Moreno en su decreto sostenía que Duarte merecería el cadalso, pero, atendiendo a su estado de ebriedad, se promoverá el destierro, “porque ningún hombre, ni ebrio ni dormido”, puede atentar contra los principios de la revolución.

Saavedra se tragó el sapo, lo entregó a Duarte y con su puño y letra firmó el Decreto de Supresión de Honores escrito por su enemigo interno. No concluyó allí la partida. Una semana después, Saavedra movería las piezas de tal manera que a Moreno no le quedaría otra alternativa que renunciar. El Decreto de Supresión de Honores fue su última iniciativa, su última victoria política; después, lo habría de esperar la curiosa designación diplomática en Londres y la sospechosa muerte en alta mar. Pero eso ya es otra historia. (Fin)