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El aprendizaje de la felicidad

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Arthur Schopenhauer, según un retrato de Julius Lunteschutz.

Aunque el término, Eudemonología, que Arthur Schopenhauer extrajo del griego significa “tratado o estudio de la felicidad”, enseguida el filósofo alemán, en consonancia con ciertos principios de la sabiduría oriental, advierte que su concepción de la felicidad es un eufemismo. Su principio es que, en verdad, nuestro esfuerzo debe estar centrado en ser menos desgraciados y en vivir tolerablemente. Y siguiendo a los antiguos filósofos griegos apunta en su tratado al ser íntimo del individuo, donde reside la inclinación al bienestar o al malestar, mientras las condiciones exteriores pueden variar sin que incidan en la felicidad o en la desgracia. Son la sensibilidad, la voluntad y el pensamiento de un individuo los que dictan, según Schopenhauer, la manera de concebir aquellas condiciones exteriores. Y así, “según la naturaleza de la inteligencia, el mundo le parecerá pobre, insípido y monótono, o rico, interesante e importante. Cuando uno, por ejemplo, envidia a otro las aventuras interesantes que le han ocurrido durante su vida, debería envidiarle más bien la facultad de concepción que ha prestado a estos acontecimientos, la importancia que tienen en su descripción, porque el mismo acontecimiento que se presenta de una manera tan interesante en el cerebro de un hombre de talento, no parecería, concebido por un cerebro vulgar, más que una escena insípida de la vida cotidiana”.

En su ensayo, titulado precisamente “Eudemonología”, Schopenhauer puntualiza normas y pautas de conducta en la conquista del “buen vivir”. Normas como comprender que las posesiones y la lucha por la riqueza y el éxito difícilmente den otra felicidad que la básica satisfacción de las necesidades reales y naturales; que es importante crecer en la cortesía (“la cortesía se funda en una convención tácita de no notar unos en otros la miseria moral e intelectual de la condición humana y para no echársela en cara mutuamente”); que no hay que empecinarse en discutir o desear disuadir a los demás; que es de gran utilidad llevar consigo una amplia provisión de circunspección y de indulgencia; que es prioritaria la salud y el ejercicio ascético, etcétera.

También, la importancia del humor y la alegría, un bien que tiene motivo de ser en sí mismo: “Quien es alegre tiene siempre motivo para serlo, por lo mismo que lo es. Nada puede reemplazar a todos los demás bienes tan completamente como esta cualidad, mientras que ella misma no puede reemplazarse por nada. Que un hombre sea joven, hermoso, rico y considerado, para poder juzgar de su felicidad la cuestión sería saber si, además, es alegre; en cambio, si es alegre, entonces poco importa que sea joven o viejo, bien formado o contrahecho, pobre o rico: es feliz”.

Finalmente, al analizar la diferencia de las edades de la vida, nos recuerda una verdad básica y no siempre aceptada en su verdadera dimensión: “En todo el curso de nuestra vida, no poseemos más que el presente, y nada más allá”. En la infancia prima el conocimiento, la comprensión contemplativa del mundo exterior. “De ahí viene que nuestros años de infancia sean una poesía ininterrumpida. Porque la esencia de la poesía, como la de todas las artes, consiste en percibir en cada cosa aislada la idea platónica, es decir, lo esencial y lo que es común a la especie en general; cada objeto se nos aparece como representando todo su género, y un caso vale por mil. Luego crece la importancia de la voluntad y la aprensión de la desgracia. “Porque en este momento, se ha reconocido más o menos claramente que toda felicidad es quimérica y todo sufrimiento es, por el contrario, real”.

En el diagnóstico, crudo y desinteresado, de la realidad, y en lo factible de las propuestas radica la gran diferencia entre los millones de libros de autoayuda y este texto de un gran filósofo. Losada presenta esta obra en rigurosa traducción de Eduardo González Blanco.