Crónica política

¿Pata peronista o meter la pata?

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Todo encaja. Eso parece decir el gesto de Cristina, que nos dejó fríos con su plan para el canje de heladeras.

Foto: DYN

Por Rogelio Alaniz

“Muchachos, no digan que no podemos estar peor porque podemos”. Geno Díaz.

El sentido común señala que para oponerse a un gobierno fuerte es necesario unir a la oposición. Ojalá todo fuera tan sencillo; ojalá todo se redujera a sumar dirigentes. En la vida real las situaciones suelen ser más complejas. En política se ha demostrado que muchas veces hay sumas que restan. Amontonar dirigentes indiscriminadamente transforma un polo opositor en una ensalada indigesta. Juntar en un mismo paquete a Binner, Rodríguez Saá, Stolbizer, Morales, Menem, Carrió y Ripoll es el camino más seguro para perder, por más que alguien crea que está sumando.

Las elecciones se ganan con votos. Lo que se suma son voluntades, no dirigentes. En las sociedades democráticas, la legitimidad es otorgada por el voto. Y la mejor estrategia electoral, el dispositivo de poder más fuerte es el que suma votos, no el que suma dirigentes o cuentas bancarias. Alsogaray, por ejemplo, siempre tuvo plata para las campañas electorales pero nunca tuvo votos.

Es un error de concepto, un espejismo, creer que la suma de dirigentes expresa linealmente la suma de voluntades sociales. En 1983 Alfonsín ganó las elecciones sin necesidad de “patas peronistas”. Y no las necesitó porque lo que le interesaba ganar eran los votos peronistas, no los caudillos peronistas. Desconfío de esos líderes opositores al actual régimen peronista que cada vez que se reúnen lagrimean porque falta la “pata peronista” redentora. No lo imagino a Obama llorando porque no lo acompaña una “pata republicana”; tampoco me imagino las lágrimas de Tony Blair porque no lo asiste una “pata conservadora”. En Uruguay, Mujica o Astori no reclutan “patas” blancas o coloradas; y en Chile, la Concertación no está interesada en sumar “patas” pinochetistas.

No nos engañemos: la “pata peronista” en la oposición no peronista cumple con la ilusión de que se suman las multitudes descamisadas al proyecto promovido por dirigentes que padecen el complejo de inferioridad de que, si no hay peronistas, no está el pueblo. La oposición que recurre a la “pata peronista” en realidad “mete la pata”. No suma al pueblo peronista a su proyecto, lo que suma son desprendimientos marginales, en muchos casos aventureros políticos que se han quedado sin puestos en su partido y se presentan como los salvadores de una estrategia opositora. Visto desde esa perspectiva, lo que la oposición suma en estos casos son verdaderos Caballos de Troya que en la primera de cambio, traicionarán a sus aliados o volverán al redil como si nada hubiera pasado.

En los tiempos que corren, se sabe que a las elecciones las deciden los votantes independientes. Entonces, una propuesta no puede ser una ensalada indigesta, sino una alianza más o menos coherente, más o menos clara respecto de sus objetivos. La oposición al actual régimen está comprometida a dar una respuesta política que se proponga sacar a la Argentina del cerrojo asfixiante, constituido por un neoliberalismo conservador y un populismo corrupto, responsables ambos de las irregularidades y el atraso que padecemos desde hace tanto tiempo.

La Argentina se está metiendo en un callejón peligroso. La crisis internacional es culpable de ello, pero la responsabilidad mayor recae en un gobierno que, al decir de Richelieu, “el poco bien que hizo lo hizo mal y todo el mal que hizo lo hizo bien”. En estas condiciones, la oposición no puede ser un adorno, un recurso retórico para cumplir con la ficción democrática.

Como se suele decir en estos casos, al país lo salvamos entre todos, pero hoy la clave de la salvación está en manos de la oposición o no está en ninguna parte. Mucho menos en un gobierno más interesado en atender las apariencias que la realidad, más fascinado por las puestas en escena que por hacer lo que corresponde. Un gobierno que miente y corrompe, que manipula y degrada; un gobierno que ha cometido el peor de los pecados que se puede cometer: ha dejado pasar una de las oportunidades más importantes que tuvo la Argentina para salir de la decadencia, el subdesarrollo y la anomia institucional.

A veces en política hay que jugar para la tribuna, pero hay que jugar bien, hacer las cosas como corresponde, no agotarse en aprontes y partidas. La señora presidente debe saber que la realidad del poder no se puede confundir con el maquillaje. Tantas horas de su vida dedicada a manicuras y afeites, la han llevado a confundir la materialidad del poder con su espuma, la musicalidad de las palabras con la realidad. La crisis de la Argentina no se arregla regalando heladeras o prometiendo descuentos para adquirir autos. O anunciando vacaciones. Y, mucho menos, presentando a la derogación de la tablita de Machinea como un acto nacional y popular, toda una revelación de intenciones que sienta en el mundo el extraordinario precedente de sindicalistas que aplauden la derogación de un impuesto a las ganancias.

Los meses que se avecinan van a ser muy duros para el gobierno, pero sobre todo para los argentinos. A las obras públicas hay que hacerlas, no cacarearlas; al empleo hay que defenderlo, no proclamarlo; al desarrollo hay que lograrlo, no mencionarlo. Con las grandes potencias hay que relacionarse con inteligencia, sabiendo que no nos van a regalar nada, pero sin ignorar que nosotros necesitamos más de ellas que ellas de nosotros.

La propaganda es importante en las sociedades de masas, pero la propaganda no puede sustituir a la política. Defender a la niñez es loable, pero esa defensa debe expresarse en educación, afecto y salud para los chicos, porque si no, lo que se hace no es política sino demagogia. Y de la más barata. A los derechos humanos hay que reivindicarlos, en primer lugar con autoridad moral y en segundo lugar respetando a las instituciones y creando los dispositivos legales para que la Justicia funcione y los represores no se queden años en la cárcel sin ser juzgados, porque si esto sucede, no queda otra alternativa que dejarlos en libertad.

A los jubilados hay que atenderlos, pero sobre todo, respetarlos. Nada de eso se hace cuando se usan sus aportes para otros fines, otorgándoles como compensación una limosna de 200 pesos, humillante por partida doble, porque a la humillación de su pobreza, deben sumarle la humillación implícita en el desprecio del poderoso, que se digna a arrojar una limosna con la indiferencia y el desparpajo del capanga que le tira un mendrugo de pan al esclavo oprimido por la miseria y la necesidad.

A las elecciones las deciden los votantes independientes, por tanto una propuesta no puede ser una ensalada indigesta, sino una alianza más o menos coherente.


A las obras públicas hay que hacerlas, no cacarearlas; al empleo hay que defenderlo, no proclamarlo; al desarrollo hay que lograrlo, no mencionarlo.