Un niño Señor de la historia

Pbro. Hilmar M. Zanello (*)

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“La Adoración”, de Lo Spagna (Giovanni di Pietro).

“Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su hijo, nacido de mujer y sujeto a la ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacerlos hijos adoptivos” (Gálatas 4,4).

La venida de Jesucristo a la tierra señala un antes y un después de la historia, porque la vida del hombre ya no sería desde entonces la misma.

Así lo proclamaron un San Pablo, un Francisco de Asís, una Teresa de Calcuta, una Edith Stein y muchos otros que reflejaron en sus vidas la presencia luminosa de Jesús.

El hombre sumergido en el tiempo ha experimentado en su vida una nueva presencia, que marca una dimensión humana olvidada.

Ahora el hombre se descubre a sí mismo portador del “misterio” que hizo exclamar a un teólogo luminoso, Urs Von Baltasar: “El hombre es un ser con un misterio en su corazón que es mayor que él mismo”.

Si transcendiéramos la simple cotidianidad o la limitada razón humana y penetrásemos en el fondo misterioso del corazón humano llegaríamos todos a la constatación de aquella experiencia sincera que hizo exclamar al filósofo marxista Charles Pegui, al convertirse al cristianismo: siento el “estupor de la fe”.

De allí que la Iglesia primitiva iniciaba a sus catecúmenos haciéndoles tomar conciencia de esta realidad, gratuitamente concedida al hombre mediante la pedagogía de una enseñanza “mistagógica”.

Con este Niño de Belén todos nos sentimos acompañados por la fuerza de lo eterno, que planifica la precariedad humana, elevando la naturaleza misma y llamándola a la esperanza de un final feliz, donde “serán secadas todas las lágrimas, quejas, penas, dolores, donde la familia humana victoriosamente recreada, experimentará para siempre la presencia de Dios con su pueblo” (Apoc. 21,3).

Así este Niño Señor de la historia estará junto al hombre iluminándolo, fortaleciéndolo en todos los conflictos humanos, exponiéndose al rechazo, padeciendo hasta la violencia, la tortura y la misma muerte.

Su pesebre y su calvario, su nacer y su morir, serán los primeros modos de señorío sobre la historia.

Haciéndose Niño, Servidor y Mártir se compromete de tal manera con el hombre, restaurándolo del dominio de sus tendencias viciadas, cuando se le abre el corazón de acuerdo a la propuesta que relata el Apocalipsis: “Estoy a tus puertas y llamo, si me abres, entraré y cenaremos juntos” (Apoc. 3,20).

Ya no habrá ninguna situación humana que no pueda tener al Hijo de Dios como compañero de ruta hacia una meta esperanzadora y definitiva, con una justicia final colmando todas las aspiraciones que exige el corazón del hombre, como lo señalaba San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para tí, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

Ahora los creyentes, discípulos de Jesús, asumiendo confiadamente sus promesas, creemos en un futuro anunciado como “tierra nueva y cielo nuevo, cuya fuente será ese potencial de luz y plenitud de vida que se encuentra en la persona de este Niño de la historia. Lo afirmamos y confesamos permanentemente cuando rezamos: “Creo en la resurrección de la carne y la vida eterna”.

(*) Asesor de la Pastoral de la Salud.