La revolución cubana en la Argentina (I)

Rogelio Alaniz

En 1959 gobernaba en la Argentina Arturo Frondizi. La izquierda empezaba a revalorizar su relación con el peronismo, los radicales seguidores de Balbín no habían terminado de reponerse de la derrota de 1958, los partidos políticos conservadores en sus diferentes variantes discutían cómo articular sus relaciones con el electorado, pero en todos los casos ya se insinuaba que el tema del peronismo, un peronismo proscripto y demonizado, se estaba transformando en la clave para resolver la crisis de representación política.

Los militares, por su parte, se habían constituido en árbitros del sistema político. Con tono marcial exento de sutilezas establecían lo permitido y lo prohibido. Y a su antiperonismo gorila le empezaban a sumar el anticomunismo en su versión Guerra Fría, cuya variante institucional a partir de los años sesenta sería la célebre doctrina de la seguridad nacional.

Arturo Frondizi había llegado al gobierno con los votos del peronismo. Si esos votos fueron el producto del pacto con Perón es un tema a debatirse. Por lo pronto, lo que para Frondizi, pero no sólo para él, quedaba claro era que sin el apoyo del peronismo no era posible ganar una elección y mucho menos gobernar. El célebre pacto firmado entre Frigerio y William Cooke había generado suspicacias en las Fuerzas Armadas y en el antiperonismo rabioso que dominaba a la casi totalidad de la clase dirigente argentina.

Cuando la noticia de la caída de Batista y la llegada de los barbudos a La Habana llegó a la Argentina, curiosamente los primeros simpatizantes de la revolución fueron los liberales antiperonistas. Para militares y civiles “libertadores” la revolución cubana era muy parecida a la que ellos habían protagonizado el 16 de septiembre. Batista era un dictador mulato torpe, grosero y, para colmo de males, en algún momento apoyado por el Partido Comunista cubano. Por su lado, los muchachos liderados por Fidel se parecían mucho a los estudiantes argentinos que habían luchado en la calle contra la segunda tiranía,

La revista Readers Digest de enero de 1959 presentaba a Castro como un muchacho culto, inteligente, de formación católica. La revista más leída por la clase media argentina por aquellos años ponderaba las virtudes de los guerrilleros cubanos, los consideraba caballeros de la libertad y refutaba con abundantes argumentos los rumores que insinuaban la posible penetración comunista en sus filas.

Una señora de Barrio Norte decía con los ojos húmedos por las lágrimas que en ese grupo de guerreros de la libertad se destacaba un muchacho argentino, un chico muy bien, hijo de una de las tantas familias distinguidas de Buenos Aires...“es un Guevara Lynch, sus padres lucharon contra Perón y él mismo se exilió porque no soportaba la sombra del tirano en la Argentina”.

El romance de los liberales argentinos con la revolución cubana duró algunos meses, no muchos. Cuando empezaron las nacionalizaciones y se levantaron los primeros paredones contra los disidentes, los muchachos idealistas se transformaron en despreciables comunistas y la barba antes ponderada se convirtió en el símbolo del mal, al punto que durante algunos años toda persona que se la dejara sería sospechado de comunista.

La reacción de la clase alta argentina no fue diferente a la de las clases dirigentes de América Latina. Todas, en sus respectivos estilos, reaccionaron de acuerdo con el humor impuesto por el Departamento de Estado y la CIA. Cuando en 1961 la revolución se declaró marxista leninista y aliada de la URSS las derechas de América hacía rato que estaban enfrentadas con ella.

Para fines de 1959 y principios de los 60, la izquierda y el peronismo empezaron a acercarse a la revolución. La experiencia cubana sería clave para entender los procesos insurreccionales de los años sesenta y su desenlace trágico de los setenta. El gran faro de los revolucionarios de América Latina no vendrá de Moscú sino de La Habana. Socialistas, comunistas, troskistas, maoístas y peronistas en sus diferentes versiones verán en esta revolución una experiencia digna de seguir. Cada uno le otorgará a esta revolución su propia lectura, pero en todos los casos en ese imaginario que se llama el campo nacional y popular, la experiencia liderada por Fidel contará con adhesiones unánimes.

En 1961 Alfredo Palacios ganaba la senaduría de la ciudad de Buenos Aires con las banderas de la revolución cubana. Un veterano político radical balbinista como Santiago del Castillo dijo en un acto público: “ En mi juventud nuestra bandera fue la Reforma Universitaria, hoy la bandera de los jóvenes es Cuba”. En el mismo tono se expresaban dirigentes democristianos y demócrataprogresistas

Por su parte, los cristianos empezaron a ver en esa revolución un testimonio latinoamericanista que no estaba en contradicción con las enseñanzas del Evangelio. Los barbudos de la sierra se parecían a los apóstoles, del mismo modo que el posterior martirilogio del Che les permitirá equiparar su pasión con la de Cristo.

Curiosamente, es en la izquierda tradicional representada por el Partido Comunista donde la revolución empezó a generar algunas suspicacias. A los burócratas dirigidos por Victorio Codovilla no le satisfacía esa revolución que ponderaba las virtudes de la lucha armada y que ponía en discusión el rol del partido en clave leninista. Para colmo de males, el líder máximo del comunismo cubano, Aníbal Escalante, era descalificado y no concluyó en un paredón gracias a la discreta pero efectiva intervención de los dirigentes soviéticos.

Alrededor del ejemplo de Cuba empezó a crecer una izquierda no comunista que a lo largo de los 60 iría fortaleciéndose. En general, la revolución cubana era visualizada como el ejemplo a seguir. El liderazgo de Fidel Castro estaba fuera de discusión. Sus célebres declaraciones de La Habana, su carisma y hechizo personal, su oratoria encendida y épica seducía a las multitudes y, muy en particular, a los jóvenes.

La revolución cubana enseña que un proceso de cambio se puede iniciar sin esperar que estén dadas todas las condiciones como lo proponía la vulgata leninista. La revolución era, al decir de Jean Paul Sartre, un huracán sobre el azúcar. La revolución era una utopía pero una utopía que gracias a la generosidad de los revolucionarios podía hacerse realidad. Lo único que había que hacer -nada más y nada menos- era decidirse a ser revolucionarios, enfrentarse al imperialismo yanqui y estar decidido a vencer o morir por la causa.

En esos años, la adhesión de los intelectuales fue casi unánime. Desde Vargas Llosa y Octavio Paz, pasando por Cortázar y Walsh, hasta pensadores de claro perfil anticomunista como Martínez Estrada, Marta Lynch o José Bianco, director de la muy distinguida y liberal revista Sur, todos suponían que Cuba era el futuro de América, que allí se estaban haciendo realidad los sueños más caros de la humanidad. Aquella unanimidad no duraría mucho tiempo, pero el impulso de la revolución, sus mitos fundacionales seguirán gravitando con fuerza en el imaginario de toda la izquierda de América Latina. (Continuará)

Cuando la noticia de la caída de Batista y la llegada de los barbudos a La Habana llegó a la Argentina, curiosamente los primeros simpatizantes de la revolución fueron los liberales antiperonistas.

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Arturo Frondizi

José Bianco

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Alfredo Palacios

Jean Paul Sartre

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Ezequiel Martínez Estrada

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Marta Lynch

En esos años, la adhesión de los intelectuales fue casi unánime. Todos suponían que Cuba era el futuro de América, que allí se estaban haciendo realidad los sueños más caros de la humanidad.