EDITORIAL

El atropello de Varizat

El 17 de agosto de 2007, Daniel Varizat atropelló con su automóvil a 23 personas que participaban de una manifestación en Río Gallegos. El episodio cobró trascendencia pública e incluso carácter emblemático por una serie de circunstancias: su propia naturaleza y flagrancia, el hecho de que se haya producido en el marco de una protesta contra la presencia de la entonces candidata presidencial Cristina Fernández de Kirchner en su propio territorio, y la circunstancia de que el agresor había sido secretario de Gobierno del ex gobernador, y para esa fecha presidente de la Nación, Néstor Kirchner.

Algo más de dos años después, la Cámara en lo Criminal de Río Gallegos condenó al ex funcionario kirchnerista. Aunque no resulta aventurado considerar a esa condena meramente simbólica.

Al respecto, no es un dato menor que el pronunciamiento haya sido dividido y que uno de los miembros del tribunal, de reconocida militancia previa en el Partido Justicialista local, haya sostenido la inocencia del acusado, justificando su actitud en la “legítima defensa”. Las dos juezas que completan la cámara, una de las cuales acaba de ser nominada para ascender al Superior Tribunal de la Provincia, tomaron en cuenta cómo la protesta pudo haber afectado psicológicamente a Varizat, pero atinaron a establecer que eso “no lo habilitaba para lanzarse contra los manifestantes”.

Como consecuencia de este razonamiento, Varizat fue hallado culpable de lesiones y condenado a tres años de prisión, que no deberá cumplir ya que -por su falta de antecedentes- fueron otorgados “en suspenso”. Paradójicamente, y si bien deberá someterse a atención psicológica, no se verá privado de seguir conduciendo su vehículo: la inhabilitación para manejar es una pena accesoria para los delitos culposos; es decir, cuando las lesiones son resultado de la imprudencia o impericia del piloto. Aquí, por el contrario, el condenado arremetió contra sus víctimas de manera consciente y voluntaria, y en ejercicio de sus habilidades para conducir.

Las circunstancias expuestas serían motivo de escándalo y alarma en cualquier caso. Pero por las características particulares de éste, esas mismas sensaciones asumen otro cariz. Concretamente, se trata de un ex funcionario kirchnerista que, a la vista de todo el mundo, atropelló deliberadamente a manifestantes opositores y que, juzgado por un tribunal santacruceño, queda libre y habilitado para seguir conduciendo.

El efecto de ejemplaridad que, además del sancionatorio, se asigna a las condenas penales, revierte en este caso en un mensaje altamente pernicioso: basta revestir determinadas condiciones para estar a salvo del alcance de la Justicia y eludir las esperables consecuencias del accionar delictivo.

La impunidad que, al amparo de mayores complejidades -y según se denuncia- transcurre en otros ámbitos de poder, también campea en la ramplonería de la agresión física, según quien sea el ejecutor. La pertenencia a un núcleo parece otorgar un fuero especial, que poco tiene que ver con las reglas del Estado de Derecho. Y que golpea como un mazazo en las convicciones necesarias para sustentarlo.