La Semana Trágica

La Semana Trágica

Represión. Tropas policiales toman posiciones en una calle de Buenos Aires, durante los enfrentamientos de enero de 1919.

Foto: Archivo El Litoral.

Rogelio Alaniz

La Semana Trágica alude a las huelgas obreras iniciadas en los talleres metalúrgicos de Pedro Vasena -abuelo de Adalbert Krieger Vasena- en la primera quincena de enero de 1919. A la protesta inicial por mejoras salariales y condiciones de trabajo se le sumó la huelga general revolucionaria como respuesta a la represión a cargo de la Policía y los Bomberos.

La espiral de violencia adquirió su nivel más alto cuando el gobierno nacional ordenó la intervención del Ejército, a la que se sumaron civiles armados de la flamante Liga Patriótica. En 1919, casi quince años antes de que Adolfo Hitler llegara al poder, grupos civiles sentaban el precedente de quemar libros en la vía pública. El dato no dejaba de ser patético en el país que se enorgullecía de exhibir los índices de analfabetismo más bajos del mundo.

La Semana Trágica arrojó un saldo de 700 ú 800 muertos. Diego Abad de Santillán habla de 1.500 muertos, pero cifras más o cifras menos, sin duda que se trató de una verdadera masacre, sobre todo si se tiene en cuenta que del lado policial o militar las bajas fueron mínimas. La Semana Trágica se recuerda como uno de los antecedentes más importante -tal vez el más importante- de la represión obrera en la Argentina. Al número de muertos se suma la paradoja de que los hechos ocurrieron durante el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen, el primer presidente que llegó al poder con el voto popular y el primero que recibió a los trabajadores en la Casa Rosada y, en más de un caso, saldó las huelgas a su favor.

La Semana Trágica demostró -de manera trágica- los límites de la política social del yrigoyenismo o la fragilidad de su estrategia de acordar con los dirigentes sindicales moderados. Lo más notable del caso es que los desbordes represivos ocurrieron cuando todos los indicios daban a entender que el sindicalismo revolucionario empezaba a perder espacio ante la presencia de un sindicalismo negociador.

La represión puso en evidencia el giro acelerado de las clases dirigentes hacia un discurso y una práctica autoritarios en orden a la resolución de los conflictos sociales. Ya desde los tiempos del régimen conservador, los gobiernos acudían a las Fuerzas Armadas para zanjar problemas internos. Yrigoyen continuaría con esa costumbre, y más de una vez la ampliaría. La intervención militar en las luchas sociales será avalada por los gobiernos y contará con el beneplácito de las clases propietarias. Cuando en 1930 se producía el primer golpe de Estado de nuestra historia, hacía rato que los militares estaban convencidos de ser la gran reserva moral de la Nación.

A la Semana Trágica de 1919 le sucederán los hechos de la Patagonia en 1921 y la huelga de los peones rurales del sur, que sería reprimida por el Ejército con un costo social de alrededor de mil trabajadores muertos, muchos de ellos ejecutados sin juicio previo en un país que, casualmente, acababa de suprimir la pena de muerte de su Código Penal.

A los historiadores, y particularmente a los historiadores radicales, se les hace muy difícil explicar cómo fue posible que en un gobierno genuinamente democrático, con un presidente que había demostrado un interés sincero por resolver de la mejor manera los conflictos obreros, se hubiesen producido los episodios de represión más duros de nuestra historia.

Sin duda que pueden encontrarse atenuantes a lo sucedido, puede hablarse de la intransigencia anarquista y su predisposición a las soluciones violentas. O puede hablarse de las mentalidades de la época, muy diferentes de las actuales. No obstante, a nadie escapa, ni siquiera a los radicales, que ningún argumento, por elaborado que sea, puede justificar la muerte de tanta gente.

En el caso de la Semana Trágica, es probable que los hechos hayan excedido la autoridad del presidente. El oficial a cargo de la represión, coronel Luis Dellepiane, admitió que para salvar a las instituciones (en medio de la crisis se escucharon los rumores de un golpe de Estado) tomó decisiones sin consultar a Yrigoyen. Para que el panorama de los lectores sea completo, importa recordar que Dellepiane fue y será uno de los oficiales radicales más leales a Yrigoyen, por lo que más allá de lo que hiciera o dejara de hacer el presidente, queda claro que la represión estuvo a cargo de un militar de reconocida filiación partidaria.

Por su parte, la otra institución represiva de esos días, la Policía, estaba dirigida por otro militante leal al radicalismo como lo fuera Elpidio González, futuro vicepresidente de la Nación durante la gestión de Alvear y ministro de Yrigoyen en su segunda presidencia. Habría que agregar que Manuel Carlés, el titular de la Liga Patriótica, también fue radical y de alguna manera lo seguirá siendo hacia el futuro, tan radical como el abogado de la empresa de Vasena, don Leopoldo Melo, futuro ministro de Alvear.

Tanto Dellepiane como González son considerados hombres de bien, afiliados radicales sinceros y leales, austeros y honrados. Sin embargo, para entender el grado de contradicción de los procesos sociales y de las propias conductas humanas, ambos tuvieron un rol protagónico en uno de los conflictos en los que corrió más sangre obrera en nuestra historia.

A su favor podría decirse que lo hicieron asumiendo las responsabilidades de sus actos. El anarquista Abad de Santillán dirá para referirse a Dellepiane, “... no lo considero un masacrador profesional”. Como para que nada faltara a esta puesta en escena, el propio Dellepiane dirá: “Vamos a dar un escarmiento que se recordará en los próximos cincuenta años”. Para pesar de los radicales y de su propia historia, su profecía resultó verdadera, pero por razones distintas a las que imaginó su autor.

Alain Rouquié, en su célebre libro sobre las Fuerzas Armadas en la Argentina, señala que en esos años se estableció el paradigma simbólico de las clases dirigentes del “anticomunismo sin comunistas”. Para Manuel Carlés, jefe de la Liga Patriótica, y Joaquín Anchorena, titular de la Asociación de Trabajo, el peligro rojo estaba a la vuelta de la esquina, más allá de que el Partido Comunista fuera en la Argentina una secta minoritaria. Es que en 1917 los comunistas habían tomado el poder en Rusia y en 1918, en Alemania, se habían constituido los soviets de Baviera. Las clases altas y la burguesía estaban asustadas y ya se sabe que una burguesía asustada se vuelca rápidamente a soluciones represivas. “No hay peor fascista que un liberal asustado”, diría cincuenta años después Jean Paul Sartre.

Los niños bien de la Liga Patriótica, entrenados en el Círculo Militar y estimulados con bebidas espirituosas en el célebre Café de París de calle Florida, saldrían a la calle a cazar rusos y no se les ocurrirá nada mejor que confundir a los rusos con los judíos, motivo por el cual en los barrios de Villa Crespo y Once se dedicarán a asesinar hombres, mujeres y niños judíos. Lo más trágico de todo aquello es que los judíos fueron reprimidos por su supuesta identidad comunista, cuando en realidad muchos de ellos habían llegado de Rusia huyendo de los pogroms zaristas y de la represión leninista.

Como para que ninguna paradoja estuviera ausente, la huelga se resolvió satisfaciendo todas las reivindicaciones de los trabajadores. La decisión de Yrigoyen no dejó conforme a nadie, ni a los trabajadores anarquistas ni a los clases propietarias. Finalmente, la huelga provocará el cierre definitivo de la empresa metalúrgica Vasena, la más innovadora y moderna de aquellos años. Recién treinta años después volvería a hablarse en la Argentina de emprendimientos metalúrgicos. Mientras tanto, la perspectiva de desarrollar una industria nacional de importancia estratégica resultaría bloqueada por la insensibilidad patronal, la intransigencia obrera y las contradicciones de un sistema político todavía inmaduro para asumir los desafíos de una Argentina moderna.