Silvina, enero, 1981

“Uno hace lo que puede con sus muertos, pero siempre pesa cargar con fantasmas, nos pasamos la vida buscando dónde ponerlos”. Así introduce María Elena Walsh su último libro, un libro de memorias, en el cual no casualmente uno de los queridos ectoplasmas es Marcel Proust. Desde una visita a La Torcaza, la villa de mármol de Carlos Pedro Blaquier, a la recurrente aparición del fantasma por antonomasia para todo escritor argentino, Jorge Luis Borges, múltiples son las situaciones y personajes de “Fantasmas en el parque” (Alfaguara). Recuerdos, sueños, reflexiones y ficción se mezclan en la siempre amable, seductora y graciosa pluma de María Elena Walsh.

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“Silvina Ocampo”, de Héctor Basaldúa.

Por María Elena Walsh

Toda conversación telefónica con Silvina tenía su magia, su temblor... y su tiempo. La lenta impertinencia de las preguntas podía prolongarse indefinidamente. ¿Dónde vas, con quién, para qué, cómo se llama, a qué hora sale el avión? ¿Cómo te vestiste hoy? Todo muy espaciado, con pausas y aquel vibrato que tantos imitábamos, recitando pastiches de sus versos pareados y rimados.

Me llama a una clínica:

—¿Cómo estás?

—Ay Silvina, supongo que en las últimas, porque me llamó Sábato para saber cómo estaba.

—No creas... una vez también se interesó por mi salud. Pero ¿cómo te sentís?

—Como si tuviera cien años.

—¿Se lo dijiste a Sábato? Porque él estaría encantado de ser menor que vos.

—No se me ocurrió. Por suerte pronto me van a dar de alta.

—Ay, eso es lo peor. No sabés lo mal que te sentís después en tu casa.

—Quizá, pero mientras tanto leo “La Odisea”.

—¿No la habías leído?

—Nunca.

—Qué suerte tenés, descubrirla ahora. A mí me encantaría no haberla leído.

Meses después la llamo a su casa, interrumpo sus preguntas horarias, meteorológicas y de vestuario para decirle la causa de mi llamado.

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María Elena Walsh. Foto: Archivo El Litoral.

—Silvina, ¿tenés algún poema dedicado a tu madre?

—¡Todos!

—Me alegro porque en la poesía argentina sólo encuentro poemas al padre o al caballo. Quiero incluir algunos tuyos en una antología.

—¡Qué lindo! Yo le escribí casi siempre sonetos, porque así tenía que ceñirme... son muy apasionados. ¿Vas a incluir “Dedal de Mamá Felisa”, de José Pedroni?

—Sí, pero quiero que me ayudes con los tuyos.

La charla deriva por muchos temas y es imposible sustraerse a sus pausas y sobre todo al tono delicadamente cariñoso, la enumeración de escenas nostálgicas.

Recuerda un encuentro conmigo en un café de París, que yo olvidé. Recuerdo un encuentro con ella por la calle Callao, que ella olvidó.

—Vos bajabas la barranca, Silvina, como una reina pensativa. En la solapa llevabas un ramo de jazmines del país.

—Entonces te acordás de los jazmines, no de mí.

—Me acuerdo muy bien, tenías un tailleur azul marino de hilo.

—Ah sí, entonces era yo.

Para conversar sobre la antología, que la entusiasma, me invita a comer a su casa. Vacilo, me niego, pretexto que habrá otra gente. Dice que no, que desde que ella cocina nadie quiere ir a comer, que es comida de sanatorio.

Me arriesgo. Ese 27 de febrero nos tritura con 38 implacables grados, sin brisa ni nube de esperanza.

Camino, después de mucho tiempo, por la arbolada cuadra de la calle Posadas, donde siempre hay porteros uniformados lustrando los bronces de otras puertas. Al atardecer, rendida ante el calorón infernal, toco un timbre rodeado de una mugre de décadas. Me abre un Yeti, a contraluz, mal vestido, el despojo de los antiguos mucamos atildados de las casas de ese barrio elegante: el piso de la divina Carmen Gándara, por ejemplo.

El hombre me invita a pasar a más penumbra, y en medio de esa especie de selva selvaggia avanza lentamente Silvina. Hablamos un rato de pie, transpirando y casi sin vernos las caras.

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Entramos de a poco en el interior de esa casa que me cuesta reconocer, bajo tanta capa de tiempo y abandono. No la pintaron en treinta años ¿por qué? Decidieron elegir una vida de mendicantes o, según afirman las malas lenguas, ejercitar al extremo su proverbial avaricia, que ya se sabe es un juego de salón de muchos ricos.

Silvina me toma del brazo y me lleva al comedor, desordenado, descascarado, como arrasado por un colegio. Siempre en tinieblas, arrastramos sillones y un inmenso ventilador.

La conversación es grata, fácil, como recomenzada de ayer, de a poco la voy viendo y disfruto de su originalidad, de esa cortesía que ay, duele recordar.

Atiendo fascinada a todo lo que me cuenta de su madre, tiene gran necesidad de hablar de ella, me trae un diminuto retrato de Morena, que así la apodaban.

—Se vestía muy elegante para ir al Colón, pero detestaba elegancias y coqueterías, se ponía colorada. Vestía siempre de lila, de morado, con muchas cosas brillantes...

Se interrumpe y tras una larga pausa confiesa que esas salidas rumbo al Colón eran peligrosas, le daban angustia, pensaba que no volvería jamás.

Era inevitable tropezar con Proust. Y Silvina se reanima:

—Monaco Estrada, el marido de Victoria -todos lo detestábamos inducidos por ella-, fue el primero que recibió los libros de Proust y no sé si por esnobismo o porque de veras le gustaba, solía leérmelo. Yo era muy jovencita y no entendía demasiado, pero me conmovió la escena de la angustia por la salida de la madre, el famoso beso que esperaba cada noche.

En el tenebroso interior se enciende una luz lateral y entra Bioy Casares (Adolfito), saluda cariñosamente con tono de decíamos ayer... y se refiere a Proust como a alguien de la familia, dice que la biografía de Maurois es bastante linda, coincidimos los tres en que la lectura de Proust es una droga, produce una especie de alucinación -pero toda la lectura es siempre alucinación- concluye Adolfito.

Entran dos niños en pijama, los nietos, saludan con forzada cortesía y hacen mutis con el abuelo, desapareciendo por una zona semiiluminada.

Silvina habla de su claustrofobia, dice que alguna vez fue animal. Perro, le digo, y ella cree que sí, por su perruna fidelidad a los que ama.

Querría preguntarle muchas cosas a la bruja en penumbra, pero me intimido, me asustan mis banalidades, aunque a ella parecen fascinarla. Hablamos un poco más, todo son puntas de hilo, borradores de temas que volveremos a tratar, que dejamos para después, como si nos viéramos a cada rato o la vida fuera interminable como la Recherche.

A la hora empiezo a despedirme, no quiero fatigarla en ese calor monstruoso. Cree que me aburro e insiste en que me quede a comer. Siempre lo mismo aclara: pollo, arroz blanco, espinaca hervida, gelatina.

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Hemos compartido muchas veces éste o parecido menú, en vida de don Adolfo Bioy padre, patriarcalmente serio, de chaleco de piqué blanco con solapas, como el general Mansilla. A mí me da miedo, secretea Silvina de su suegro después, cuando nos sentamos en el suelo.

A esa mesa siempre está Borges, con la cara muy cerca del plato, comiendo papilla y carne que le despedaza Adolfito, y luego devorando cucharadas de dulce de leche. Borges y Adolfito charlan muy divertidos, haciendo comentarios bobos, como estudiantes. Supongo que comparten un código, sobreentendidos cuya clave es núcleo de su amistad. Borges hace sus acostumbradas preguntas sobre el origen de nuestros apellidos, describe carteles de propaganda callejera y enumera calles y casas ficticias. Lo escuchábamos en silencio. Borges ya era Borges. No necesitaba solemnizar para que lo tratáramos con la reverencia debida al gran tótem de la tribu, con familiaridad pero no con confianzudez. Para tutear a un mayor debíamos ser por él autorizados.

Adolfito confiesa que para el libro que está escribiendo sólo se le ocurre un título “Historia de la Guerra del Cerdo”, que es horrible pero que es el único título posible.

—Some men there are love not a gaping pig! some, that are mad if they behold a cat! And others... —Borges murmura una cita de Shakespeare.

—Yo odio los pájaros -añade Silvina a este curioso zoológico literario-, Victoria también. Cuando era chica me aterraban las gallinas, que te miraban fijo pensando cómo atacarte.

—El chancho de Adolfo puede ser alguno que vio de chico en el campo -acota el señor Bioy, muy erguido y sonriendo apenas.

—No padre, ya verás cuando lo leas. Es una guerra absurda que se desata en Palermo.

—Great hatred, little room, dijo Yeats ¿no? -murmura Borges, con los ojos cerrados pero adivinando que extender la cita es excesivo.

El señor Bioy se excusa y se despide con su ceremoniosa naturalidad. Borges y Adolfito van a consultar libros. Silvina y sus dos jóvenes invitadas vamos a sentarnos en el suelo, como colegialas, descalzas, para reírnos de parecidas boberías.

Hace mucho de eso. Ahora, sin razón aparente Silvina me lleva al living, que es una cámara de tortura como si hubieran encendido las estufas. Me muestra una hermosa y descuajeringada edición de sus “Sonetos del jardín”, ilustrada por Basaldúa. Me distraigo con aprensión al ver de reojo una respetable araña que teje tranquilamente colgada de su sillón.

Silvina confiesa estar resentida porque la han olvidado como poetisa; en el trajinado Centenario nadie recordó sus poemas a Buenos Aires. Nadie se interesó por publicarle antologías o Poesías Completas.

(Ay Silvina, hoy reina de un prestigio póstumo).

En algún punto de la casa suenan voces de televisor. Es evidente que, igual que a su hermana Victoria, la televisión le atrae, alcanza a murmurar que la cultura popular progresa y la otra desciende.

Entra un visitante, con flores metidas en una bolsa de plástico. Silvina las escarba con entusiasmo y me las hace oler y reconocer por sus nombres: azucena, rosas, clivias, abelias. Como no hay presentaciones pregunto quién es el visitante, Silvina me explica que es alguien que habla francés y lo invitan para practicar.

*

No volví a verla, queridísima fantasma inolvidable.