etcétera. toco y me voy

¿Qué me pongo? ¡Qué me pongo!

Esta entrega refiere, más o menos, a las fiestas con los compañeros de trabajo, porque uno sospecha de que hay elementos comunes que las ligan. El primero es que asisten los tipos y tipas que vemos todos los días. ¡Pero que quieren ir distintos! Ay, dios mío: ¡¿Qué me pongo?!TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

Una fiesta es una fiesta y uno asiste a ella con los colores corridos: uno es uno, pero otro; uno es uno pero quiere ser otro. Hay toda una construcción de uno mismo que realiza acciones previas a la fiesta tratando de forzar la imagen que tenemos para que la guacha se acerque, aunque sea por unas horitas, a la imagen que queremos que tenga. Y todo ello, encima, ante la mirada escrutadora y asesina de quienes nos conocen hasta las medias.

El dilema no es estrictamente femenino, aunque allí se manifiesta con carácter dramático. Las chicas del trabajo, las que tienen desde veinte hasta sesenta, quieren estar lindas. Y más precisamente, quieren ser cada una de ellas la más linda de la fiesta. Y los vagos, sorprendidos de pronto por una actividad previa febril, empiezan a recibir tironeos y presiones cada vez menos difusas y más específicas. Un par de horas antes nos enteramos que si no vamos como la gente, con nosotros no salen ni a dejar la bolsita de basura a la vereda.

Unos cuantos días antes, las gurisas del diario entendieron que iban a ser sometidas a una dura prueba, y se prepararon a conciencia: regímenes violentos para entrar en algo un talle más chico, un toque de cama solar, turnos en la peluquería y sobre todo, la preparación de todo un conjunto nuevo, porque a nadie le entra en la cabeza y mucho menos en el cuerpo que el vestido comprado el año pasado y usado sólo una vez, pueda ser reciclado de manera alguna para esta oportunidad.

Así que, incluso dejando el sueldo en el camino, las chicas (en todos lados pasa igual, saque por favor esa sonrisa sobradora de su rostro, que dentro de dos meses es la fiesta en su trabajo y usted todavía ni se preocupó -pero lo hará, lo hará- por lo que va a ponerse) salen a encontrar el vestido que las hará princesas por toda una noche.

El deseo es legítimo. Uno ve a las chicas todos los días. Las ve con sueño, con jeans, zapatillas y sin maquillaje. Y de golpe se encuentra en la fiesta con una señorita -una extraña- que quita el aliento y que le sonríe a uno con una sonrisa impactante, aunque también con un novio o un esposo en el extremo de la mano. ¡A la flauta, Marita! ¿Sos vos? Marita vino producida y está que raja la tierra.

Para ello, Marita y todas las demás asistieron a más o menos las dos o tres boutiques de moda. Llegar unos minutos más tarde implica resignar estos tres modelos, que ya fueron elegidos, y en cambio obligan a mirarles las posibilidades a estos otros dos. En el centro, un observador agudo puede ver e intentar en vano saludar a las compañeras de trabajo, que van a la carrera de una tienda a otra, cosiendo a toda velocidad el centro, marcando acá tal zapato pero yendo allá por las dudas. Tanto esfuerzo tendrá premio, finalmente.

Después viene la etapa especular. Delante del espejo, cada señorita pasará un par de horas estudiando absolutamente todas las poses posibles a las que se verá expuesta luego en la fiesta: sentada (¿cómo funciona el rollito panzal?), parada sobre una silla para ver los zapatos, perfil derecho, perfil izquierdo, medio perfil, frente, sonrisa... Por supuesto que todo conforma una prueba a escala que, lo sabemos, no siempre tiene correlato con la realidad, sobre todo después del champán, el baile, los papelitos o los zapatos con pisotones.

Conforme se acerca la hora de la fiesta, la presión de las mujeres hacia los hombres del trabajo se hizo insostenible. No vamos, pensaron ellas, a ponernos lo mejor de lo mejor, para que estos cretinos vengan con las mismas zapatillas de miércoles de todos los días, con las remeras viejas y las camisas mal planchadas.

Confieso haber iniciado y sostenido con decreciente énfasis una corriente demitificadora de la importancia de la vestimenta. Les dije que uno es en realidad el que es todos los días y que el orden de los factores no altera el producto (hay que ver las pavadas que digo a veces), que la naturalidad, la frivolidad y tantas otras cosas... de las que he renegado miserablemente.

Fracasé con estrepitoso suceso y acepté ir a la fiesta como casi todos los hombres: enfundado en mi viejo y mítico MCPFE (Me Costó Pero Finalmente Entré), peinadito y prolijo. Es cierto: no tengo principios. Pero hay gente que no tiene final: hay que ver las mamas que se agarran en estas fiestas, con lo que de verdad uno descubre otra faceta del contador tal, el ingeniero Mengano o el mismísimo director.

A veces me siento menos indulgente con la “producción” o preparación exterior para determinados acontecimientos. Sigo pensando que uno es infinitamente más importante si se pone lindo del vestido para adentro, si es distinto y único del traje para abajo.

Pero, después de todo, una fiesta es una invitación a despojarnos de ciertas cosas (algunas se despojan más de la cuenta, ya se los digo: pervertidas) y a asumir otras, más livianas. Todo aparece como un delicioso manchón de colores, sonidos y sensaciones. Así que he disculpado y comprendido este afán acaso frívolo pero esencial que precede a cada fiesta, en cualquier parte del mundo: todos queremos ser mejores a los ojos de los otros y, por un rato, elogiados y mimados.

En lo que a mí refiere, tuve una serena y madura charla con mi esposa antes de la fiesta. Me dijo, palabras más palabras menos, que uno también es la sumatoria de todas las imágenes que damos y que un hombre moderno, posmoderno o lo que sea es mucho más amplio y complejo si suma una imagen más a las anteriores, de manera de construir un hombre más polifónico, interesante y no por ello menos auténtico. Haciendo una somera síntesis (las síntesis siempre son someras ¿vieron?) me expresó con su prístino castellano que me deje de hinchar las pelotas con los vaqueros y la imagen de todos los días y que me vista bien, que ella no gastó todo lo que gastó para ir al lado de un croto. ¡Carajo!

Cuando me hablan así, cuando me explican las cosas racionalmente, yo entiendo y voy al ropero, saco las bolitas de naftalina del bolsillo y me pongo el único saco, mientras me juro que en la próxima fiesta voy a ir como realmente soy. ¿Dónde diablos metiste el gel y la crema antiarrugas?