EDITORIAL

Por una política partidaria activa y transparente

En un año electoral, la política partidaria adquiere una particular relevancia. Nadie debe sorprenderse de que así sea. Vivimos en una democracia representativa, cuyo principio de legitimidad política está otorgado por el voto y, como se sabe no hay democracia sin representantes elegidos periódicamente por el pueblo. Un sistema de convivencia social civilizada no se reduce exclusivamente a las elecciones, pero está claro que en ciertos momentos éstas adquieren una fuerte centralidad política.

No hay república democrática sin elecciones. Éste es un principio que se debe tener muy en claro si se dice compartir los valores de la democracia. Los argentinos atravesamos por situaciones históricas muy conflictivas y trágicas como para darnos el lujo de olvidar estas certezas. Los habitantes transformados en ciudadanos tienen el derecho a elegir sus candidatos e incluso a equivocarse en esa elección, entre otras cosas porque nunca se sabe a ciencia cierta quién es el titular de la verdad.

Valgan estas breves consideraciones para entender y aceptar las frecuentes informaciones que nos llegan acerca de acuerdos, alianzas y armados de listas. Por supuesto que tenemos el derecho a tener una mirada crítica sobre lo que está ocurriendo, pero al mismo tiempo es necesario comprender que un sistema funciona cuando ejerce todas sus posibilidades legales, y las elecciones son un elemento constitutivo del sistema, más allá que nos gusten más o menos los candidatos.

Está claro que lo deseable en los procesos electorales es que la oferta de los partidos políticos sea interesante. Al respecto, nunca hay que perder de vista que los candidatos de los partidos en la mayoría de los casos no son personajes demasiados ajenos al quehacer social; con sus particularidades suelen expresar de una manera más o menos lineal las virtudes y los vicios de la sociedad en un momento dado.

La actividad política partidaria tiene su propia lógica y suele promover sus propios intereses. No está mal que así sea, siempre y cuando existan los límites legales y culturales imprescindibles. La ambición personal suele ser un factor movilizador, pero su contrapeso es el interés público. Los dirigentes políticos aciertan y se equivocan como todos; no disponen de ningún fuero privilegiado que les revele la verdad. Pero a diferencia de otras profesiones, pueden ser removidos en las elecciones siguientes, aunque como la materia prima con la que ellos trabajan es el poder, no siempre esto ocurre de manera sencilla ni siempre son los mejores o los más virtuosos los que acceden a las grandes responsabilidades públicas.

A la hora de los comicios, lo ideal es que los partidos discutan programas y propuestas. Este ideal no siempre se realiza. En política, se sabe, la pureza no existe y las mejores virtudes suelen confundirse con los vicios más detestables. La única defensa que el sistema le otorga a los ciudadanos para no ser engañados o manipulados es su propia participación en los procesos y, sobre todo, la inteligencia con el que utilizan el voto.

En política, se sabe, la pureza no existe y las mejores virtudes suelen confundirse con los vicios más detestables.