etcétera. toco y me voy

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Capítulo zunga

Cada vez que voy al mar -y si por mí fuera, iría varias veces en el año- fantaseo con la idea de usar una zunga. Antes de que empiecen a pensar pavadas, las pienso yo y las escribo y chau. Total estamos en febrero.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. ILUSTRACIÓN. LUIS DLUGOZEWSKI.

La primera cuestión que entra en terreno directo del psicoanálisis es preguntarme por qué cuando me voy de Santa Fe, lejos, recién ahí se me ocurre pensar que puedo ponerme una zunga en vez de las convencionales mallas de moda, este año, largas, hasta la rodilla y más allá también, cómodas en algún sentido y francamente incómodas en otro. ¿Qué cosa reprimida hay para ansiar usar una de esas mallitas pequeñas (la última vez que usé una tenía siete u ocho años, creo) allá, donde soy el mismo pero otro, donde soy, entre comillas, más libre, que en Santa Fe? Algo no debe andar bien, me digo, si no me atrevo a hacer acá lo que quiero hacer en otra parte. O dicho de otra forma, uno debe tener la personalidad de hacer lo que quiera y sienta en todas partes, ¿no?

Bueno, en el mar, en algún momento (no es una obsesión, tampoco, che) se me da por usar zunga o por pensar en usarla. No lo hago, me justifico, por banalidad, coquetería o algo así. Lo hago, me digo de nuevo, por libertad, por comodidad, por tener la menor cantidad de ropa posible, ya que no me da por ahora para ir directamente a una playa nudista.

Vengo de una generación, además, que tiene natural aceptación por los shores cortos. No estrictamente zungas, pero cortos, de la época en que jugábamos al fútbol con esos pantaloncitos onda mundial 78. Alguna vez, también corté el jean viejo y gastado para seguir usándolo como short bien corto (y ahórrense los comentarios, por favor). La moda larga y ancha, como ahora, es posterior y vino con la cultura urbana de raperos y demás.

Por ahí uno asocia la zunga sólo con cuerpos jóvenes y esbeltos y ese es el primer prejuicio. En el mar, hay de todo: hay tipos en efecto jóvenes y esbeltos, pero también panzones alegres y vejetes piolas con zunga. Se los ve como me gustaría verme cuando pienso otra vez en una zunga: felices, frescos, tranquilos, cómodos, en posesión de sí, sin posar sino sólo siendo y estando: fantástico.

Ahora bien, vamos al hecho concreto. Como otros años, en este también finalmente, morosamente, entré en uno de los miles de negocios de venta de mallas. Me gustan las de estilo deportista, sobrias, tranquis. Pero invariablemente los años anteriores y también este, cuando me pruebo una y otra, me siento raro, comprimido, incómodo, exactamente al revés de cómo querría estar. No me veo bien en el espejo (y esa distorsión no la arreglo con el oculista, lo sé), me sobran cosas por distintas partes y en general tras algún comentario ácido o risueño, cierro el intento por ese día (que nunca es el primero de playa, sino el tercero o cuarto) y me resigno a entrar una vez más en la malla convencional de siempre. Me siento miserable y con una secreta sensación de fracaso, acaso menos libre.

Vuelvo a otro u otros negocios tres o cuatro días más tarde, luego de haberme azuzado y arengado lo suficiente, con frases del tipo de: “cagón, comprate una zunga de una vez y bancatelá”; o “es ahora o nunca”. De vuelta a forcejear con el espejo, con la opinión de tu familia completa, con el punto de vista falluto e interesado del vendedor, pero sobre todo con mi propia percepción. Pavada de mensaje para las vacaciones en que uno debería estar despreocupado y distendido.

La lógica de la zunga es la misma que te dice que si estás cómodo en tu casa en calzoncillo, ¿por qué no estarlo en la playa, un espacio, por lo demás, tan impersonal y con tantos cuerpos y mallas mejores y peores que los tuyos?

Pero salimos del negocio, del mar y de las vacaciones sin la mísera zunga formalita negra o azul, más bien larguita, casi ni siquiera una zunga. Me digo a mí mismo que justo tengo un cuerpo en transición (ja!), que no estoy flaco y esbelto como cuando era joven (y como gran imbécil nunca se me dio allí por usar una, cuando tiene la prepotencia, el desprejuicio y la impunidad de los pocos años), pero tampoco gordo y panzón, ya despreocupado de cualquier mirada cuestionadora. En mi imaginario, otro prejuicio, las zungas entonces serían para los pibes o para los que ya están decididamente excedidos y cuyos cuerpos tienen más la huella de los placeres de la buena mesa que los del cuidado de la propia forma.

Sí, sí, chiquito, todo lo que vos quieras. Pero ha pasado otro año y el pescado sin vender. Capítulo zunga cerrado. Hasta el año que viene.

¿Qué cosa reprimida hay para ansiar usar una de esas mallitas pequeñas allá, donde soy el mismo pero otro, donde soy, entre comillas, más libre, que en Santa Fe?