Al margen de la crónica

¿La vida sin sorpresas?

Los viejos o los memoriosos recuerdan cómo era desplazarse por rutas y caminos del país tres o cuatro décadas atrás. No cualquiera tenía auto; más aún, poseer uno era ser dueño de un envidiado objeto de deseo. Las rutas eran precarias, muchas de ripio y los servicios al costado del camino, elementales.

Emprender un viaje de descanso era lanzarse a una aventura. Un trayecto desde Santa Fe hasta Córdoba podía llegar a durar hasta ocho horas; los coches -y no por causa de los modernos limitadores- desarrollaban velocidades que no superaban los 100 kilómetros por hora y casi nadie llegaba a la cifra por temor a que el auto se desarmara en el intento. Eran tiempos en los que, cada más o menos dos horas, los turistas se detenían en los paradores a tomar café o cerca de la ruta a comer sándwiches caseros. Estas pausas se multiplicaban a medida que las distancias aumentaban. Era frecuente perderse en el trayecto, no había -o era escasa- una señalización adecuada, sólo unos pocos carteles al costado del camino y los mapas que en general proveía el ACA, eran austeros por lo que no era raro terminar de definir el itinerario a puro pálpito. Pero, ya de vuelta, ese capítulo formaba parte del diario de viajero que prolongaba la diversión de las vacaciones.

Hoy, todo eso forma parte de la historia o de la anécdota. Los autos se desplazan por autopistas que, aunque en su mayoría tienen un estado de conservación cuestionable, disminuyen el riesgo de accidentes, están correctamente indicadas, hay paradores confortables que tientan con una variada oferta, los velocímetros de los autos registran más allá de los 200 y existe el GPS, reducción de Global Positioning System.

Esa pequeña computadora, indica con una voz metálica -a veces femenina, otras varonil- y en un español de academia, qué camino es el conveniente para llegar más rápido y más seguros al destino elegido.

Sin errores. Describe hasta el hartazgo el dibujo de la ruta; avisa mucho tiempo antes la próxima maniobra y por ejemplo, cuando se aproxima una curva, lo reitera tantas veces como cuantas se modifica la distancia. Llega un momento que dan ganas de gritarle: ¡por qué no te callas!

Hace de todo: nos conduce con precisión al restaurante elegido o a una farmacia, avisa a cuántos metros está la próxima estación de servicios, dónde hay un cruce de caminos en el que hay que ser muy prudentes y nos reta cuando excedemos la velocidad permitida. Y mejor no tengamos un gesto de independencia e intentemos alterar el itinerario; el aparato, insinuando que somos idiotas, no cederá en su intento por devolvernos al camino inicialmente programado de mil molestas maneras.

Gracias a estos descubrimientos tecnológicos, ganamos seguridad y ahorramos tiempo pero a costa de anular la posibilidad de cometer errores que, una vez aprendidos aumentan nuestra destreza; esos avances muchas veces nos convierten en huérfanos de experiencias y seguro nos conducen hacia la extinción del placer de la aventura.