Crónica política

Los Kirchner y la verdad del poder

Rogelio Alaniz

“Debemos tener el valor de nuestras pasiones y la inflexibilidad de nuestros deberes”. Robespierre

Falta mucho para las elecciones nacionales de junio. Demasiado. Los Kirchner adelantaron el cronograma pero el tiempo cronológico se transformó en tiempo político que, por definición, transcurre con mayor lentitud. Los ejemplos abundan. En un mes, los Kirchner perdieron la elección en Catamarca, adelantaron los comicios, se murió Alfonsín y ahora estamos conversando sobre la viabilidad de las denominadas candidaturas testimoniales.

Planteadas así las cosas, es muy probable que en los próximos dos meses ocurran muchas cosas más. La Argentina en este punto es imprevisible y la imaginación de los argentinos también lo es. Por lo pronto, los Kirchner insisten en que la elección de junio es un plebiscito en el que se juega el destino político de los Kirchner. Este estilo, a veces dramático, a veces trágico, muchas veces grotesco, es típico de cierta cultura política criolla.

También la simulación y el engaño. Como dijera un analista político: si las elecciones son un plebiscito, ¿por qué no cortan por lo sano y convocan a un plebiscito -por sí o por no- acerca de la gestión de la señora Cristina? No sería ilegal y por supuesto sería mucho más prolijo que el mamarracho de las llamadas candidaturas “testimoniales”. En principio la Constitución Nacional habilita el procedimiento, pero el que no lo va a habilitar a continuación es el votante porque, ni a los Kirchner se les escapa, que colocada la sociedad en la alternativa de elegir por sí o por no, el setenta por ciento diría no y, colorín colorado, el cuento de los Kirchner habría terminado.

De todos modos, para ser sinceros, las elecciones intermedias son importantes en cualquier país, pero en la Argentina parecen ser decisivas. La derrota de Alfonsín en 1987 anticipó su caída en 1989. La derrota de Menem diez años después puso punto final a sus ambiciones re-reeleccionistas. La derrota de De la Rúa en el 2001 fue el pasaje para el viaje en helicóptero desde la Casa Rosada al olvido y el bochorno.

Los Kirchner suponen que efectivamente en estas elecciones se juegan la gobernabilidad. Tanto han insistido en este punto que terminan teniendo razón. De modo que los que más han advertido sobre este peligro son los propios oficialistas. Virtudes de las paradojas. Si bien los muchachos de Carta Abierta advierten sobre el ánimo destituyente de la oposición, en realidad los únicos que han planteado que si se pierde una elección el presidente debe renunciar, son los propios kirchneristas.

A nadie escapa que en una democracia seria una elección de renovación parlamentaria no podría poner en juego la gobernabilidad. Por el contrario, debería fortalecerla. En un país con un funcionamiento medianamente institucional, ni la oposición le pediría la cabeza al gobierno porque gane, ni el oficialismo consideraría que debe abandonar el poder porque pierda. Esto es así en casi todas partes, pero no en la Argentina.

La vigencia de esta cultura de la inestabilidad abarca al conjunto del sistema político, pero convengamos que quien más la ha alentado es el peronismo en cualquiera de sus variantes. Es en esta fuerza política donde anida por razones culturales e históricas la cultura plebiscitaria, la idea de que el gobernante es y debe ser un líder carismático a cuya voluntad y hechizo deben subordinarse las instituciones.

La herencia del peronismo en términos de estricta política es esta concepción omnipotente y carismática del poder. Todo dirigente peronista se cree la reencarnación de Perón y supone que su destino es fundar una nueva dinastía. En la tradición democrática liberal el político también es un hombre del poder, alguien que gestiona su oficio con dureza y sagacidad, pero a pesar de sus propias pulsiones personales sabe que, como diría Lincoln, en la Casa de Gobierno es un huésped que, como todo huésped, en algún momento debe regresar a su casa como lo hizo Amadeo Sabattini: caminando.

En la cultura del peronismo la verdad es la del líder, la del líder cesarista que interpreta la voluntad del pueblo y encarna sus ambiciones más sagradas. Los dos sucesores de Perón: Menem y Kirchner, se concibieron, se conciben, como nacidos para mandar y como predestinados a realizar una gran epopeya política. Desde esa perspectiva está claro que el valor de las instituciones es absolutamente instrumental: sirven si dan poder, son un obstáculo si lo limitan.

La verdad del peronismo son los votos y desde esa perspectiva podría decirse que es democrático. El peronismo puede ser democrático pero no es republicano, las instituciones, los controles del poder lo molestan, le impiden cumplir con su destino manifiesto. El peronismo es por lo tanto un dispositivo de poder ceñido a la lógica de hierro del poder.

Históricamente se justificó invocando la justicia social o la patria socialista. Hoy estos argumentos han perdido consistencia y sólo una ínfima minoría cree sinceramente en ellos. Por eso en la década del sesenta fue autoritario y fascista, en la década del noventa liberal y conservador y en los inicios del siglo XXI nacional y popular. En todos los casos el único estímulo que lo sostiene es el poder, un poder que al estar despojado de valores y convicciones se reduce en la vida cotidiana a ser una fuente de empleo, un modo de ganarse la vida de políticos profesionales.

Siempre digo que la verdad del peronismo no está en la cabeza de las listas. A veces ni siquiera en las listas, sino en esa claque de asesores, ganapanes, operadores y punteros que no aparecen en público pero que conquistado el poder lo ejercen efectivamente. Esa claque puede estar con Rossi o con Reutemann, con Kirchner o con Solá, con Menem o Duhalde. En todos los casos es una cuestión de acomodo. Lo demás es retórica, palabras que se extravían en el viento, sonido y furia que no dice nada ni le importa decir nada.

Esta realidad es un síntoma del conjunto de las fuerzas políticas. El peronismo no es el único que la expresa, pero es el que la expresa de manera más sistemática e inescrupulosa. Más salvaje si se quiere.

El ejemplo de los Kirchner es paradigmático. Se presentan como campeones de los derechos humanos y abanderados de la democracia pero no le hacen asco a aliarse con Rico, Saadi, Drácula y el Hombre Lobo. Sus opositores más recalcitrantes de derecha le imputan su acuerdo con los Montoneros, pero olvidan o parecen olvidar su acuerdo con los herederos de Alsogaray, con funcionarios de la dictadura y con grandes bonetes del menemismo.

Más allá de los vicios cotidianos de la política oficial, lo cierto es que el conjunto de ideas o desechos de ideas que alumbran la práctica del kirchnerismo tiene que ver con esa visión cesarista del poder que los acompaña como el mal aliento.

Los Kirchner y la verdad del poder

Tándem. En los inicios de la gestión de Cristina se esperaba el mejoramiento de la calidad institucional que prometiera en la campaña preelectoral. Hoy se sabe que Cristina y Néstor configuran una unidad política y que el respeto a las normas se ha deteriorado todavía más.

Foto: Agencia DyN