Asesinos seriales

Luis Guillermo Blanco

Siempre existieron. Vg., remontándonos al medioevo, basta con recordar a la condesa de Báthory (El Litoral 7/1/09) y al caballero Giles de Reis (antiguo compañero de armas de Juana de Arco), quien, superando con creces a la ficción macabra de “Las 120 jornadas de Sodoma” del Marqués de Sade, torturó y mató a más de 300 niños en los sótanos de su castillo de Trifauges, en 1440.

Tal vez el más famoso de todos fue un misterioso inglés que se autodenominó “Jack el Destripador”. De agosto a noviembre de 1888, mató y mutiló a 5 prostitutas en un barrio londinense. Nunca fue descubierto, pero fijó los patrones de una forma de actuar que luego se repitió a lo largo de las épocas. Desafiaba y se burlaba de la policía anunciando su próximo crimen por medio de notas que remitía a los diarios y que firmaba bajo tal seudónimo. Algo similar hizo el neoyorquino David Berkowitz, “el hijo de Sam”, apodo con el que rubricaba las cartas que enviaba a la policía informándoles que iba a cometer otro crimen. Salía de noche a matar mujeres: 6 en total, en 1970. Decía que su padre, Sam, por medio de su perro, le pedía que castigase a las pecadoras.

Jeffrey Dahmer, el caníbal de Milwaukee (EE.UU.), mató a 17 jóvenes negros homosexuales. Los llevaba a su casa, les tomaba fotos pornográficas y luego los ultimaba. Les cortaba la cabeza y las guardaba en el freezer. Los descuartizaba, hervía sus restos y comía parte de su carne. Detenido en 1990, la policía encontró en su departamento recipientes con formol donde conservaba restos de sus víctimas; el esqueleto completo de una de ellas estaba colgado en el baño. El ruso Andrei Chikatilo, detenido en 1990 y ejecutado en 1994, también solía canibalizar a sus víctimas y beber su sangre. Mató a 53 mujeres y niños a lo largo de 23 años.

La británica Myra Hindley, condenada a cadena perpetua en 1966 y fallecida en prisión en 2002, usó somníferos con 11 jovencitos de ambos sexos a quienes, una vez conscientes, les sacaba fotos mientras su novio, Ian Brady (confinado en un hospital psiquiátrico) los sometía, para luego hacer ella lo mismo y después torturarlos hasta la muerte, grabando sus gritos, llantos y ruegos. En cambio, el piromaníaco y asesino de niños porteño Cayetano Santos Godino (“el petiso orejudo”, muerto a manos de otros reclusos en el penal de Ushuaia en 1944, por haberle quemado los ojos a un gato que era la mascota del Cuadro 17) tenía por costumbre ir al velorio de sus víctimas, a quienes (unas 12) les introducía un clavo en la cabeza. En tanto que el bonaerense Carlos E. Robledo Puch estilaba balear a sus víctimas luego de violarlas y torturarlas. Condenado por 10 homicidios y otros delitos en 1980, permanece en prisión perpetua.

Pese a las investigaciones hormonales y de genética molecular (el estudio de los procesos bioquímicos y de neurotransmisores), los test con electroencefalograma y el empleo del tomógrafo con emisión de positrones, etc., poco se sabe de los oscuros y secretos laberintos de sus mentes. Estos esquizofrénicos y psicópatas, que saben lo que hacen, son en general inteligentes, no demuestran arrepentimiento, algunos elaboran sofisticadas teorías para justificar sus crímenes o se jactan de ellos, y sus confesiones son crudas y detalladas. Vg., el alemán Peter Kurten (el vampiro de Dusslendorf), que mató a 79 personas, se declaró culpable y, antes de ser guillotinado en 1931, le preguntó al psiquiatra de la prisión si una vez que le cortasen la cabeza podría llegar a oír el sonido de su propia sangre saliendo de su cuello. Su último placer morboso.

La doctora Inés Scott Moreno, colaboradora del FBI, distinguió entre los asesinos en serie y los homicidas compulsivos y masivos. Los segundos suelen conocer a sus víctimas y tienen un motivo, real o imaginario, para matar (vg., el odontólogo argentino Ricardo A. Barreda). Los últimos responden a un acto de momentáneo desequilibrio y salen a la calle armados a matar a todos los que se les crucen en su camino (vg., los “francotiradores” que suelen aparecer en los EE.UU.). Las víctimas del asesino serial siempre son más de tres; entre un homicidio y otro siempre hay un período de inactividad durante el cual guardan sosiego. Su actuación puede prolongarse durante años y no se conoce a ninguno que haya parado su seguidilla por decisión propia. Aunque por lo general no conocen a sus víctimas, son selectivos (éstas responden a algún perfil) y no pueden parar de matar. Distinguiéndose cuatro clases de ellos: los místicos, que oyen voces que los incitan a matar; los elegidos, que pretenden modificar a la sociedad o corregir o castigar algún “mal” (vg., Charles Manson); los sádicos, que matan por diversión, y los sexópatas. Sus patrones fueron bien retratados en el film “El silencio de los inocentes” (1991): las actuaciones de Ted Levine como el asesino serial “Buffalo Bill” y de Anthony Hopkins como el psiquiatra antropófago Hannibal Lecter son paradigmáticas.

Los asesinos de sentimientos (a su modo, émulos de Enrique VIII o Mesalina, o de los míticos Don Juan y Ginebra, entre otros) no entran en estas categorías. Pero también existen y son peligrosos. Tanto o más que Jack Nicholson tomando el hacha en el film “El resplandor” (1980), pues contra estos “amoricidas” no hay protección legal.

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“El asesino amenazado”, de René Magritte.