Alfredo Palacios, in memoriam

Rogelio Alaniz

Mi abuelo, mi tía, a veces mi madre, lo nombraban. La primera vez que vi una foto pensé en D’Artagnan, un espadachín socialista decidido a hacer justicia. “Era un espadachín, no un malevo” escribió un conocido periodista de los años sesenta para defenderlo del ataque de sus detractores. Murió el 20 de abril de 1965. Tenía por lo menos 85 años, aunque su verdadera edad fue siempre un misterio, sostenido por su incorregible coquetería.

El muerto tenía 85 años, pero los que lo velaron hasta la madrugada y llevaron su féretro hasta el cementerio eran jóvenes, muchachos que creían en la causa del socialismo y acompañaban al ilustre viejo hasta su última morada con los puños en alto, cantando La Internacional y envueltos en una inmensa bandera roja.

No era perfecto, pero era virtuoso. Es cierto, era ególatra como Sarmiento, mujeriego como Urquiza y pintoresco como Mansilla. Pero al mismo tiempo era valiente, talentoso y honrado, honrado a carta cabal. Cuidaba su ropa y sus bigotes; su chambergo llegó a ser una marca registrada. Es más, la campaña electoral de 1961, aquella que hizo reivindicando las banderas de la revolución cubana tenía un símbolo distintivo pintado por los muchachos: un sombrero y unos bigotes. No hacía falta decir nada más. Hasta el vecino más distraído de Buenos Aires sabía que se trataba de Alfredo Palacios.

Lo dijo una vez en un discurso pronunciado en plena época de censura peronista: “Yo no necesito presentarme ante los trabajadores porque ellos saben quién soy”. No exageraba ni mentía. No tenía veinticinco años cuando se transformó en el primer diputado de América. Por primera vez en un parlamento conservador empezó a escucharse una voz que hablaba de los derechos de los trabajadores.

Ya para entonces en los círculos universitarios se habla del estudiante que elige el tema de la miseria para escribir su tesis, tesis que por supuesto será rechazada por el honorable tribunal académico de aquellos años. También se habla de su despacho profesional. En realidad de lo que se habla es del letrero colocado en la puerta del estudio: “Se atiende gratis a los pobres”.

Mujeriego, duelista, controvertido. Fue un personaje. Lo fue desde su juventud hasta su vejez. Anacrónico, hablaba con voz engolada y le gustaban los gestos ampulosos. “Payaso”, le dijo Perón. Meses después lo invitaba a conversar en la Casa Rosada. “Este payaso no trabaja en su circo”, le contestó. Predicó a favor de la Reforma Universitaria en las principales universidades de América. Fue decano, rector, profesor y reformista a tiempo completo. Escribió libros de derecho y de política. Se ocupó de todo, pero en el camino se olvidó de casarse. Fue un solterón empedernido que nunca estuvo solo. Jamás pasó privaciones, pero se olvidó de acumular fortunas o propiedades. Su casa de calle Charcas siempre estuvo alquilada. Se jactaba de que la única riqueza que lo honraba era su biblioteca. Ese era su honor, su orgullo.

No le interesaban ni las fortunas ni el prestigio de la riqueza. Buscaba otros honores, otros reconocimientos. Estaba por cumplir ochenta años y sus pucheros de los domingos en la casona de calle Charcas era una cita obligada para los estudiantes reformistas, que peregrinaban hacia su casa como los devotos peregrinan al templo. Otro gran socialista argentino, Guillermo Estévez Boero, me habló de esos almuerzos, de esos pucheros criollos en la casa del maestro, de ese privilegiado aprendizaje al lado de un hombre que ya para entonces era más un prócer que un hombre.

“Fue un gorila” dicen los peronistas recordando su oposición al régimen, su exilio al Uruguay, su cárcel después de 1951, su apoyo a la Revolución Libertadora. Es cierto. Fue antiperonista y lo fue desde el principio. En ese punto nunca tuvo dudas: el peronismo para él era un fraude, una estafa a la clase trabajadora, una versión degradada y corrompida del fascismo.

Mi tío me contaba que lo vio la noche que las bandas fascistas incendiaron la Casa del Pueblo. La noche oscura iluminada por las llamas como en las tragedias. Los policías de civil y uniformados, los hombres con el brazalete en el brazo impidiendo que la gente haga algo para evitar que el fuego queme la casa de los trabajadores y la biblioteca más importante de la Argentina. En ese momento apareció Palacios. Tenía más de setenta años, pero estaba entero. Vestido de negro, con sus enormes bigotes, con su vozarrón y su infaltable chambergo. Quiso hablar. Los policías lo empujaron. Se escucharon algunas risotadas e insultos. Mi tío no recuerda más. Tenía los ojos bañados en lágrimas y el único sonido que escuchó fue el llanto de sus dos hermanas. Esa era la Argentina de entonces: hordas de facinerosos azuzados desde el poder quemando bibliotecas; policías uniformados y de civil agraviando a un noble anciano, que a pesar de las humillaciones se mantenía íntegro. La misma integridad que tuvo cuando fue arrastrado al calabozo. “Esbirros, esbirros -les gritaba- un vaso de agua para un hombre libre”.

Fue antiperonista pero no avaló los fusilamientos de la Libertadora. Por el contrario, los criticó con dureza y defendió como abogado a más de un dirigente sindical. Aceptó una embajada en Uruguay, pero renunció a ella cuando el gobierno de Aramburu ordenó luto por la muerte de Anastasio Somoza. “La bandera argentina jamás flameará a media asta por la muerte de un tirano” dijo, y se sentó a tomar mate en la puerta de la embajada.

En la Asamblea Constituyente de 1957 hubo grandes hombres, pero la figura estelar fue la suya. No podía con su genio. Estaba solo, peleado con todos y muy en particular con los socialistas. En mi casa, en el hall para que nadie deje de verla, hay una foto de él tomada entonces. Desciende por las escalinatas de la Universidad. Dos o tres conscriptos lo miran con asombro, con respeto, tal vez con admiración. Él está entero, digno, honorable. Al fondo, el edificio de la Universidad.

Viejos amigos santafesinos lo recuerdan. Caminaba por calle San Martín y detrás una multitud lo seguía en silencio. “Nunca te olvidés de ese hombre” me cuenta un amigo que le dijo el padre cuando lo vieron sentado en el Baviera tomando un café.

¿Era socialista? ¿Era liberal? El debate puede ser largo. Lo seguro es que no era reaccionario. Y que jamás apoyó una dictadura, no importa su signo o su ideología. Tampoco era clerical, aunque respetaba al “Filósofo de Nazareth” como le gustaba decir, recordando que su primera lección de socialismo la tuvo leyendo “El sermón de la montaña”. Agnóstico, aceptado y libre masón, se jactaba de haber hablado, siendo apenas un adolescente, en el velorio de José Manuel de Estrada, la voz y la pluma más brillantes de los católicos de la generación del ochenta.

Decía que los jóvenes lo llevaron a pulso hasta el cementerio. No recuerdo si el féretro iba por avenida Santa Fe o por avenida Callao, pero lo que importa saber es que esa tarde algo nublada, algo desapacible, los balcones de las familias más paquetas de Buenos Aires se abrieron y desde todas las ventanas llovieron flores y aplausos. La clase media y la clase alta porteña también lo despedían emocionadas. Sin embargo en la calle los jóvenes levantaban los puños indignados y gritaban: “ Palacios socialista, Palacios socialista...”. Curiosidades de la época, síntomas de un tiempo que se acercaba a los umbrales de la noche de los bastones largos. Los muchachos y las chicas que llevaban a Palacios en sus brazos no aceptaban compartir al muerto con las señoras pitucas del centro. También en esa contradicción, es posible encontrar algunas de las claves que permitan entender lo que es posible entender de un hombre que fue contradictorio, que se equivocó más de una vez, pero que en lo fundamental, en lo que importa, fue grande.

Alfredo Palacios en la Asamblea Nacional Constituyente de 1957, realizada en Santa Fe.

Foto: Archivo El Litoral.

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