Al margen de la crónica

La quintaesencia del domingo

Llega de pronto, cae suave como la nieve pero borra todo vestigio de energía. Ocurre al levantarse de una sobremesa prolongada o después de la siesta pesada, producto de mezclar empanadas, asado y vino.

Antes, el vértigo se había adueñado de la mañana, que empezó más tarde. Se preparó el almuerzo, se soportaron los gritos de los chicos -propios o vecinos- expertos en gastar su vigor más allá de la paciencia adulta. La mesa se alargó con varios cafés que acompañaron charlas o discusiones. Se lavaron platos y se ordenó el desorden.

Pero cuando el reloj merodea las cinco de la tarde aparece la tristeza del domingo.

Abrumadora e inevitable; niños, jóvenes y adultos comparten ese sentimiento inexplicable, y muy pocos escapan al sortilegio.

Dicen que en muchos lugares del mundo, la cantidad de suicidios aumenta los domingos, curiosamente después de las cinco. A esa hora nace la bronca al entender que, después de esperarlo seis días, la ingrata jornada nos está pagando con semejante desasosiego. Pensar que el lunes anterior debimos sortearlo con estoica paciencia, sin que terminara nunca; martes y miércoles sólo sirvieron para descontar agobios, y el jueves ya empezamos a sentirnos más livianos, con las ganas puestas en el añorado descanso.

Quizás una de las razones de la nostalgia dominguera haya que buscarla en la infancia. De chicos, empezábamos a escuchar desde el viernes el ruego materno para terminar con las tareas escolares, ruego que se sostenía durante el sábado y se convertía en gritos a partir de la siesta del domingo. Hoy, son otras madres y otros los chicos, pero la historia es la misma.

Una congoja similar llevó a Proust a renunciar a sus adoradas magdalenas con las que siempre acompañaba su té; el domingo no tenía ganas de ir por ellas.

Un emblema de las tardes de domingo es el fútbol pero, el relato de los locutores en la radio o por televisión no mitiga ese decaimiento, aunque el equipo de nuestro corazón termine ganando.

Las tardes de los domingos pueden encontrarnos mirando pasar la vida por la Costanera o deambulando por una peatonal de negocios cerrados, viendo en la tele una película añeja, yendo al teatro a disfrutar de una puesta en escena, caminando por un shopping lleno de gente o tomando un café en un barcito cercano a casa; muchos a esa hora van a misa y otros visitan algún cementerio.

El tenor de la pesadumbre cambia con las estaciones, y el otoño y el invierno llevan las de ganar cuando de melancolía se trata. El domingo, ¿es un día deseado o aborrecido?

Desde la lógica no hay respuestas. Quizás, la nostalgia percibida tenga que ver más que nada con el encuentro de uno mismo con su realidad. En esas pocas horas, el destierro del movimiento, la inercia; esa desazón que presiente el inminente comienzo de la rutina es lo nos secuestra en la tarde del domingo.

Pero lo bueno de reconocer la tristeza que tiene ese día en el que hasta el Señor descansó, es poder cambiar la pesadumbre por iniciativa: empezar un libro, llamar al amigo del que hace tiempo no sabemos, inventar una torta o arreglar la canilla que gotea desde hace meses.

Por suerte, a estas alturas ya es de noche, El Litoral llegó a casa y, para regocijo nuestro y aunque haya que buscarlas en los títulos secundarios, las buenas noticias siempre están. Es tiempo de esbozar una sonrisa; mañana, después de todo, empieza otra semana.