Homero Manzi y el alma en “orsai”

Rogelio Alaniz

Homero Manzi murió el 3 de mayo de 1951. Tenía 44 años y, desde hacía siete, venía renegando con el cáncer, que demoró pero no lo perdonó. Su amigo, el ministro Carrillo, le había conseguido alojamiento en el Instituto Costa Bueno, ubicado en las calles Paraguay y Uriburu. Manzi vivió sus últimos meses en el cuarto piso. Por allí desfilaron jugadores, poetas, bohemios, políticos, periodistas y personajes del tango.

La leyenda cuenta que uno de los habitués era el mítico “Negro” Barquina, periodista de Crítica que se inició en el oficio haciendo los mandados y aprendió a escribir a las apuradas en el tumulto de las redacciones y aspirando el olor a tinta de los diarios en un tiempo en que no había escuelas de periodismo y, mucho menos, de comunicación social.

Una tarde de lluvia, Manzi le dice a Barquina que se va a morir, que lo sabe, que a veces de noche ve a la señora de blanco merodear por los pasillos y asomarse a su cuarto. Barquina lo escucha en silencio. Después, se pone de pie y sale del cuarto. A los pocos minutos regresa y le dice al amigo que se quede tranquilo, que todo está arreglado. Homero le pregunta a qué arreglo se refiere. —Estuve conversando con la Parca, Homero. Le dije que afloje, que se trata de un “gomía”. Se lo dije en voz baja. Me escuchó y se fue...

La vida cronológica de Manzi no fue larga, pero su vida real sí lo fue. Poeta, periodista, político, guionista de cine (“Su mejor alumno”, “La guerra gaucha”, “El viejo Hucha”, “Pobre mi madre querida”) vivió con pasión y talento sus virtudes y sus vicios. Le gustaba el tango y algún domingo en Palermo o San Isidro podía llegar a jugarse la vida. También le gustaban las mujeres y la leyenda dice que a Nelly Omar le escribió uno de sus mejores poemas. Como para que ninguna pincelada falte al retrato, hay que recordar que era amigo de la noche y le encantaba cenar con los amigos a las seis de la mañana, un rato antes de que saliera el sol.

Algunos recuerdan su pasado radical; otros reivindican su adhesión al peronismo. Los que así hablan no mienten, pero no dicen toda la verdad. Manzi fue afiliado radical hasta que lo expulsaron y adhirió al peronismo, al que nunca se afilió, porque no creía en esos menesteres; tal vez, porque no tuvo tiempo de hacerlo; tal vez, porque, antes que radical o peronista, Manzi era yrigoyenista.

Él mismo dice que a don Hipólito lo había conocido cuando aún no había cumplido los veinte años. Fue la revelación más importante de su vida. Ese hombre austero y sabio fue para Manzi un guía, un maestro y, de alguna manera, un padre. Si las palabras no estuvieran desgastadas podría decirse que fue un yrigoyenista de izquierda o un hombre del campo nacional y popular. Nunca fue marxista, pero no era anticomunista; siempre se reivindicó como nacionalista, pero se ocupó muy bien de diferenciarse de nazis y fascistas.

A fines de junio de 1935, en un mítico sótano de calle Lavalle, funda con Jauretche, Dellepiane y otros radicales antialvearistas la agrupación Forja. Forja nunca fue lo que se dice una corriente mayoritaria en el radicalismo. Tampoco gravitó demasiado en el movimiento obrero. Su mayor inserción estaba en el campo intelectual y en el mundo universitario. No me consta que hayan sido los primeros que empezaron a hablar de la antinomia imperialismo-nación o a denunciar los negociados perpetrados por los conservadores en la década del treinta.

No fueron los primeros, pero sí, los que más trascendieron. Para más de un historiador de la denominada izquierda nacional, Forja fue el nexo entre el movimiento nacional de signo yrigoyenista y el movimiento nacional de signo peronista. La operación intelectual cerraba perfectamente porque para eso existen las operaciones intelectuales, para que cierren, y los lectores descuidados o inmaduros confundan la operación con la realidad.

Para historiadores más serios o más responsables, el tema es algo más complejo. Ni la historia del siglo veinte se explica exclusivamente a través de los movimientos nacionales, ni Forja desempeñó el rol que le atribuyen sus interesados panegiristas. En la vida real, Perón, y en particular Evita, no fueron muy generosos con los muchachos de Forja, la mayoría de ellos desterrados a provincia de Buenos Aires bajo el ala protectora de Mercante, víctima de las intrigas de Perón años después. Con todo, el antecedente intelectual existe. La presencia lúcida de estos forjistas no la puede desconocer nadie, como tampoco se puede ignorar la gravitación que en este grupo tuvo Homero Manzi.

Interpretar la vida de un hombre conduce a inevitables polémicas. Las decisiones de los hombres a veces son inteligibles, a veces, no. Nadie escapa a esta regla de hierro de las biografías. Los nacionalistas que lo respetan dicen que el régimen pretendió mutilar su personalidad política reduciéndolo a un inofensivo letrista de tango. Puede que alguien haya estado dominado por esa intención aviesa, pero, a decir verdad, la verdadera mutilación de Manzi se produciría si se desconociera o se relativizara al poeta que fue.

Las simplificaciones nunca ayudan a pensar. Manzi fue un político -¡qué duda cabe!-, pero en primer lugar fue un poeta. Esta afirmación molesta a quienes pretenden teñir su vida con los rigores del compromiso militante. No obstante, soy de los que piensan que el mejor homenaje que un hombre podría pretender en su vida es la de ser recordado como poeta, salvo que alguien crea que se trata de un oficio menor. Digamos, para ser claros, que la política podría prescindir del aporte de Manzi, pero el tango no podría prescindir de sus poemas.

Sin exageraciones puede decirse que él escribió las mejores letras de un género que hoy enorgullece a la Argentina en el mundo. Junto con Discépolo, es el letrista que, a través de sus textos, organiza lo que se dice una obra creativa, una verdadera visión del mundo, que es justamente lo que hacen los grandes creadores. Manzi y Discépolo eran amigos, claro está. Su poesía transita por senderos distintos, sus recursos estilísticos no son lo mismos, pero sus nombres están asociados con los mejores momentos del tango.

Una de las creaciones más desgarrantes de Manzi se llama precisamente “Discepolín”, un poema escrito por alguien que se va a morir a un amigo que también está a punto de morirse. A principios de 1951, se produce el encuentro. Los dos presienten que no hay mucho tiempo disponible. No se equivocan. Manzi moriría en los primeros días de mayo y Discépolo, a fines de diciembre.

Manzi, en el poema, habla de su amigo, del hombre a quien le “duele como propia la cicatriz ajena”, del alba que no perdona, que no tiene corazón. Pero no concluye allí el poema. Manzi lo interroga a su amigo sobre la vida grotesca, sobre el absurdo de la existencia y concluye con un par de versos que hasta el día de hoy siguen siendo motivo de discusión: “La pista se ha colmado y al ritmo de la orquesta/ se abrazan bajo el foco muñecos de aserrín/ no ves que están bailando, no ves que están de fiesta/ vamos que todo duele, viejo Discepolín”.

¿A que fiesta se refiere Manzi? ¿Quiénes bailan y se divierten en esa pista colmada? Los peronistas dicen que alude a la vida, a la bohemia. Los antiperonistas postulan que Manzi expresa en su último poema su desilusión con el peronismo, con la fiesta peronista. A esa fiesta la han propiciado, la han deseado, pero su realidad es demasiado ruidosa, demasiado vulgar para su gusto y ellos siempre han sido dos hombres solitarios, dos hombres más cercanos al fracaso que al éxito, dos amigos que prefieren compartir un café o en un boliche trasnochado las confidencias de quienes están convencidos de que el tango es “un sentimiento triste que se baila” y no una marcha de muchachos triunfadores o un aturdido fin de semana largo festivo, “los cuatro días locos que vamos a vivir”, como le gustaba predicar a los alaridos al señor Alberto Castillo.

Homero Manzi y el alma en “orsai”

Ilustración Lucas Cejas.